MONÓLOGO DEL ÁRBOL DE MANGO DE LA PLAZA

Por José Atuesta Mindiola

De la plaza “Alfonso López” en Valledupar soy más que un follaje de sombra que guarda secretos y emociones; también soy alianza de reposo en los zapatos rotos de cansancio y atavío frondoso de encuentros y tertulias. Soy un verde monumento defensor de la vida y la contaminación. Estoy enfermo, pero no de vejez; estoy enfermo de olvido. Se olvidan que estoy rodeado de cemento y tienen que remover la tierra y renovarla con nuevos nutrientes. Se olvidan que me caen parásitos y mis raíces necesitan agua y minerales.

Los árboles de mango pueden vivir más de trescientos años, yo apenas paso de los ochenta. Si me cuidan y me protegen puedo vivir muchos años. Yo me siento un símbolo de la vallenatía. Quiero a la Plaza y ella me necesita. Soy una referencia de medida para la concurrencia de la gente en la Plaza. Si hay un evento en la tarima “Francisco el Hombre” se considera exitoso, si la multitud pasa más allá del palo de mango.

Soy originario de la India, por eso mi nombre científico es mangífera índica; por tener semillas, flores y frutos pertenezco al grupo de las plantas angiospermas. Al observar la forma predominante de mi fruto pueden comprobar que se asemeja a un corazón, por eso soy de la familia de las anacardiáceas. En la India me llaman “Fruta del Cielo”, y “El árbol de los deseos”. Las antiguas leyendas hindúes dan fe de mi antigüedad y de mi importancia para ellos. Por ejemplo, dicen que el rey Akbar, quien gobernó la India hacia el siglo XVI, poseía una plantación de cien mil árboles de mango. Pero hay una leyenda que pone el acento en mi supuesto carácter sagrado, y es aquella que sostiene que Buda se sentaba a meditar a la sombra de un árbol de mango.

Afirman que en manos de navegantes portugueses llegué a América y la primera mata de mango la sembraron en Brasil a finales del siglo XVIII. Estudiosos venezolanos de la botánica advierten que en 1869 ya se observaban frutales de mangos en el valle de Caracas; y también, por estos años ya había algunos cultivos similares en los valles del Caribe colombiano. Son muchos los lugares tropicales que he encontrado para crecer y dar fruto en cierta época del año; pero en Valledupar encontré mi paraíso, mi tierra sagrada; los bioelementos abundantes en este suelo, el agua permanente y la música de acordeones y guitarras son factores favorables para dar fruto todas las épocas del año.

La tentación de comer mango es irresistible e incita a la invasión de la propiedad ajena donde estoy sembrado, por eso en Valledupar he sido sacado de los patios para las calles y los parques. No existe alguien que no se rinda ante mi inigualable aroma, ni quien se atreva a renegar de mi dulce sabor. Soy un árbol de tronco leñoso que esparce sus ramas a los sonidos del viento.

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