Voces Femeninas del Folclor (Biografía)

Voces femeninas del folclor nace un 12 de noviembre del 2022 con el firme propósito de darle la oportunidad a mujeres cantantes y compositores de Colombia e internacionales para dar a conocer su talento y expandir la cultura a nivel mundial.

Es por este motivo que la compositora arubeña Glenda Zavala le nace la idea de apoyar a muchas mujeres que no poseen los recursos para grabar una canción, uniendo fuerzas con los compositores y de esta manera hacer posible este gran sueño.

El primer lanzamiento de Voces Femeninas del Folclor se realizó con un total de 12 canciones como invitadas en la interpretación  de 5 cantantes de Colombia y Venezuela: Michelle Comas, Karito Domínguez, Miriam Negrete, Ángela Orozco y Erika Berrío. Se contó con la participación de doce compositores qué aportaron sus canciones con una variedad de estilos. entre ellos: Manlio Enrique Añez, Álvaro Pérez Vergara, Humberto Vargas Bravo, Darío López Ecker, José Abuabara, Edwin Benítez Julio Díaz Torrejano, Eder Jiménez, Guadis Carrasco, José Mercado Porras, Glenda Zavala Maduro e Indira Fernández. Está producción fue realizada en los estudios del maestro Guadis Carrasco en Sincelejo, Sucre. 

En la segunda Producción Musical con un total de 13 canciones en diferentes estilos musicales, de la cual hicieron parte 11 compositores: Alex Medellín, Carmelo Pérez, Charly Rodríguez, Eustorgio García, Helber Pinedo, Glenda Zavala, Humberto Vargas, José Mercado Porras, José Olaya, Juancho Roldán y Manlio Añez. Complementándose con el talento de las cantantes Monita Castro, Estrella Cantillo, Malbi Blanco, Marta Solano, Michelle Comas, Mirley Rodríguez y Jacque Romero. La Producción fue realizada en los estudios del maestro Helber Pinedo en la Ciudad de Montería- Córdoba.

En la tercera producción musical participaron un total de 14 canciones, cada una representada por su respectivo compositor. Entre ellos destacan: Julio Díaz Torrejano, Carlos Simanca Torres, Eustorgio García, Glenda Zavala (directora del proyecto), Charly Rodríguez, Héctor Romero Bayuelo, Raúl “El Peke” Torres, Nicolás “Colacho” Araújo, Manlio Áñez Durán, Ray Palacios, Alberto Sánchez Plaza, Eduard Méndez, Alex Medellín y Juan Carlos Roldán.

Esta producción contó además con la participación de cinco cantantes, entre ellas la artista boliviana Linnett Acebey, así como Giseth Molinares, Malbi Blanco, Adaléxis García y Aury de la Cruz, quienes aportaron su talento para dar vida a este importante proyecto musical.

En la cuarta producción de Voces Femeninas del Folclor, cuyo lanzamiento oficial tuvo lugar el 18 de septiembre, se presentaron 13 canciones, respaldadas por el talento de 13 compositores. Entre ellos destacan: Víctor Teherán, Leonel Barreto, Héctor Romero Bayuelo, Darío López Ecker, la cantautora Naima Luz Cotes, Charly Rodríguez, Miguel Márquez Paternina, Leonardo Díaz, Juan Carlos Roldán, la homenajeada de este volumen, la compositora Yolanda Ariño, así como Julio Díaz-Torrejano, Raúl El PekeTorres, Glenda Zavala (Directora) y Linnett Acebey, también en calidad de cantautora.

Para esta producción musical participaron siete destacadas voces femeninas, quienes dieron vida y sentimiento a cada obra seleccionada. Ellas fueron: Malbi Blanco Romero, Patricia Merlano, Bau Gutiérrez, Yisell La Voz Rosa, Naima Luz Cotes (cantautora), Nataliana Vargas y Linnett Acebey (cantautora). En conjunto, estas artistas aportaron su estilo y sensibilidad para engrandecer este proyecto musical del año 2025.

El gran compromiso de este proyecto musical es seguir apoyando todo el talento que poseen muchas mujeres y compositores que no han tenido la oportunidad de surgir y darse a conocer, abriendo de esta manera una nueva puerta y reconociendo su talento en el mundo de la música.

Voces Femeninas del Folclore Internacional Vol. 4: Un lanzamiento lleno de poesía, sentimiento y tradición

El pasado 27 de noviembre se llevó a cabo el lanzamiento del Volumen 4 de Voces Femeninas del Folclor Internacional, con un gran concierto realizado en la Universidad Fábrica de Cultura de Barranquilla. Durante la presentación, el público pudo disfrutar de trece canciones pertenecientes a esta nueva producción musical, interpretadas por talentosas voces femeninas y respaldadas por la inspiración de destacados compositores.

El concierto también incluyó un homenaje a la compositora Yolanda Ariño, en el que se presentó una obra del Volumen 3, interpretada magistralmente por Aury de la Cruz como invitada especial, en dos canciones de Yolanda Ariño y el compositor Charly Rodríguez respectivamente.

En el intermedio del concierto se hizo una pausa para la entrega de reconocimientos a las cantantes, tambien a los compositores un detalle especial y a la maestra Yolanda Ariño otorgados por la Fundación Voces Femeninas del Folclor Internacional bajo la presidencia de la compositora Arubeña Glenda Zavala y en la Vicepresidencia de la periodista Belinda Olano.

El ambiente fue ameno y emotivo. Cada interpretación estuvo cargada de talento, armonía y ese sentimiento poético que caracteriza al folclor. El cierre fue “con broche de oro” con la obra “El Rescate del Folclor”, en ritmo de puya, interpretada por Malbi Blanco Romero, canción del compositor Víctor Teherán que llenó de energía al público.

La presentación oficial del concierto estuvo a cargo de la agrupación de Iván Ovalle, con Marco Jiménez en el acordeón y el maestro Tito Castilla en la caja, aportando ese toque auténtico de la música vallenata.

Fue, en definitiva, una tarde maravillosa en Barranquilla, llena de cultura, tradición y folclor. Voces Femeninas del Folclor reafirma su compromiso de seguir adelante con nuevas producciones y canciones interpretadas por mujeres que enaltecen y mantienen viva la esencia de la música vallenata.

Lcda. Belinda Olano Barrera
Nota de prensa

Una Tertulia e Integración que se hizo canto, espíritu y memoria bajo el cielo de Corozal

«El arte, cuando es bueno, es siempre entretenimiento»:
Bertolt Brecht (músico y dramaturgo alemán).

Por Ramiro Elías Álvarez Mercado

Hay encuentros que no suceden por azar, sino por el llamado invisible de la alegría. Son melodías secretas que la vida compone para recordarnos que la existencia, como un buen paseo vallenato, se disfruta mejor entre risas, versos y corazones dispuestos a cantar.
La amistad verdadera, esa que no se impone sino que florece, es una parranda sin hora de cierre: un espacio donde el alma se desnuda con confianza y la vida se vuelve música al compás del acordeón, la caja, la guacharaca, la trompeta, el clarinete y el redoblante.

Más que amigos, somos una manada que camina unida al ritmo del folclor que nos habita. Compartir esta tertulia fue como escuchar una canción que uno quisiera que nunca terminara.
Porque entre amigos la música es puente, es raíz, es destino. Y el vallenato, el porro y los aires del Caribe colombiano laten como un corazón colectivo que nos convoca y nos sostiene.

El jueves 20 de noviembre de 2025, Corozal parecía tener un brillo distinto, como si el pueblo supiera que algo memorable iba a ocurrir. Para mí fue un honor compartir con algunos integrantes del grupo de WhatsApp Tertulia Vallenata en una velada que trascendió lo cotidiano para convertirse en un ritual de hermandad sabanera.

La ocasión era especial: el cumpleaños del abogado, compositor y cantante Nicanor “Nica” Assia Vergara, un hombre que lleva en su voz la memoria viva del vallenato y del folclor sabanero. Un anfitrión generoso, dueño de un espacio donde la alegría entra sin pedir permiso. Su hospitalidad, bordada con sencillez y nobleza, convirtió su casa en un templo abierto al canto, a la palabra y al sentimiento. Cada gesto suyo fue una nota más en la partitura de afectos que solo los hombres de alma grande pueden interpretar.

Lo que empezó como un encuentro de amigos se transformó en un conversatorio fecundo donde la reflexión se entrelazó con la emoción. Se habló de raíces, de identidad, de la urgencia de honrar lo nuestro sin perder el eco del monte ni el polvo de la trocha. Fue un diálogo íntimo, casi filosófico, donde cada palabra encendía un candil en el pecho. Una tarde convertida en un festival del alma: sin tarimas, sin jurados, sin premios, en el que todos fuimos ganadores. Solo música, solo verdad.

Y cuando la palabra descansó para dejar pasar al sonido, ocurrió la revelación:
el maestro Samuel “Sammy” Ariza tomó el acordeón como quien toma entre los brazos a un ser amado. A su lado, su compañera Mónica Mendoza, presencia suave y luminosa, parecía custodiar cada nota. Con el fuelle al pecho, cada digitación dejaba ver el brillo de su anillo de matrimonio, chispa sagrada que recordaba su pacto de vida, de arte y de historia musical. Lo que interpretó no fue solo música: fue un rezo, una plegaria, una liturgia de excelencia. Una demostración exquisita de un músico que tiene su instrumento como una extensión de su cuerpo.

Entonces, como si el destino hubiese querido sellar el momento con grandeza, llegó el maestro Leonardo Gamarra Romero, leyenda del porro sabanero. A sus ochenta y cinco años sigue demostrando que los artistas verdaderos desafían calendarios. Nos regaló porros clásicos, cómo «Imágenes», «El Barroso Pineano», «Con la garrocha en la mano», recordándonos que la música de la sabana no envejece: se renueva en cada oído sensible que la escucha.

La noche siguió creciendo cuando irrumpió la Banda 8 de Septiembre de Sincé: clarinetes brillando como luciérnagas, trompetas levantando la brisa nocturna, el bombo estremeciendo la tierra, el redoblante marcando la columna vertebral del ritmo. Cada instrumento era un latido; cada melodía, un acto de afirmación cultural.

La escena se enriqueció con presencias de linaje musical:
Lisandrito Meza, hijo del prodigioso “Chane” Meza y nieto del legendario Lisandro Meza Márquez; y Deyson Jayk, quien honra y continúa el legado de su padre, José Jayk. Cada uno, portador de una herencia que no se hereda dormida, sino despierta, viva, urgente.

Cuando el alba comenzó a insinuarse, iniciamos el camino hacia la finca La Manuela, bautizada en honor a la hija del doctor Nica, quien junto a Nicanor Jr. son sus dos retoños. Allí, la sabana abrió su corazón como un libro sagrado. Los potreros verdes parecían oleajes detenidos, alfombras que cobran vida.
Las reses gordas y los caballos brillantes se movían con la calma de quienes saben que pertenecen a un paisaje eterno. La represa reflejaba el cielo como un espejo de Dios. El canto de grillos y ranas repetía su sinfonía mágica. Las aves de corral y los perros parecían unirse a nuestro encuentro por la tranquilidad con la que nos miraban. Y el viento traía olor a pasto fresco, a tierra bendecida, a vida plena.

Las pasturas en La Manuela no son paisajes: son presencia.Nos miran, nos reconocen, nos abrazan.

Y como todo rito Caribe necesita su pan y su fuego, llegó a la mesa lo que en nuestra región es identidad pura:

Chicharrones crujientes, dorados, casi poéticos; yuca tierna que se deshacía entre los dedos; queso costeño fresco; suero sabanero espeso y vivificante; sancocho trifásico, ese triángulo de sabores, equilibrio perfecto, entre el plátano, el ñame y la yuca, que se unen en una danza de texturas y aromas con las carnes de res, cerdo y gallina, que nos conecta con la tierra, la cultura y nuestra historia gastronómica; bocachico con sabor a ciénaga; ajonjolí, aroma de hogar antiguo; y un jugo de guayaba agria que sabía a infancia, a patio de tierra, a cielo abierto.

Cada bocado era un acto de memoria; cada sabor, un reconocimiento de quienes somos.

En ese ambiente de celebración y raíz, el licor llegó como un cómplice discreto del espíritu.
El Buchanan’s Master, con su aroma ahumado, traía consigo nieblas de Escocia y un susurro de gaitas antiguas; en cambio, la Club Colombia Dorada, fresca y alegre, nos regresaba de inmediato al calor vibrante de nuestra sabana.
Entre ambos se dio un diálogo de sabores, un puente invisible que nos hizo sentir vivos, conectados, bendecidos por la noche.

La parranda, con su música, sus voces, su licor y su hermandad, fue más que un festejo: fue un baile de almas.
Un espacio donde el tiempo se aflojó, donde las preocupaciones se desvanecieron, donde la alegría se volvió un idioma común.

El día avanzaba cuando ocurrió el momento que le dio sentido pleno a la tertulia: el doctor Nica, el hombre celebrado, tomó la palabra y su voz se volvió canto.
Su timbre, añejo y fresco a la vez, como los vinos que envejecen hacia adentro; es decir, volviéndose más exquisitos con sabores y aromas redondos e integradados. Se unió al acordeón de Sammy. Y juntos levantaron un movimiento ancestral que todavía vibra en la memoria. Fue un canto que parecía provenir de la tierra misma.

Y entonces, sin planearlo, sin anunciarlo, ocurrió el milagro sencillo que solo se da en el Caribe: todos nos volvimos cantantes.
Abrazados, hombro con hombro, cantamos como si el canto fuera nuestro idioma natural.
No hubo desafinados ni virtuosos: hubo almas.
Por un instante irrepetible fuimos la misma voz.

Así terminó la tarde en La Manuela: con el sol inclinándose como un músico cansado,
con la música flotando sobre nuestras cabezas, y con el corazón lleno de esa verdad que solo se revela en los territorios donde el tiempo camina al ritmo de los instrumentos y la vida se celebra como un milagro cotidiano.

Al lado de todos, irradiando calidez, estuvo siempre presente Adriana, esposa del doctor Nicanor, multiplicadora de sonrisas y elegancia silenciosa. También su madre Sonia y sus hermanas Beatriz, Katty y Sonia, presencias de dulzura profunda, paz y bondad.
Ellas sostuvieron la alegría del día con la fuerza suave que solo las mujeres de la sabana poseen.

Nica, Leo, Sammy, Eder y Nola: gracias por su amistad.
Gracias por recordarnos que en el Caribe colombiano, y esto lo sabe hasta la brisa, cada acorde es un pedazo de eternidad.

Y así, mientras la noche avanzaba con paso lento y la brisa de Corozal seguía murmurando antiguos secretos de la sabana, comprendimos que aquella parranda no era un festejo aislado sino un círculo sagrado donde la vida, el canto y la amistad se reconocían mutuamente. Allí, en ese rincón de la tierra costeña, entre el aroma del suero fresco, el eco del acordeón, el brillo del licor compartido y la sencillez luminosa de la comida que nace del territorio, algo mayor que nosotros mismos respiró con nosotros.

Porque en el fondo lo que celebramos no fue solo un cumpleaños ni una tertulia: celebramos el misterio de estar vivos, el milagro de encontrarnos, la fortuna de seguir siendo compañía en un mundo que a veces olvida la ternura. Cada brindis fue una plegaria; cada canción, una fogata; cada abrazo, un recordatorio de que la alegría también es un acto de resistencia espiritual.

Y mientras las estrellas parecían acercarse, inclinándose sobre el kiosco como testigos antiguos, entendimos que el Caribe no es solamente un lugar: es un modo de sentir, una forma de agradecer, una manera de mirar el mundo con la certeza de que todo vuelve, el canto, la brisa, los amigos, la memoria, porque todo lo que nace del corazón tiene vocación de eternidad.

Así cerramos el día y la noche, más el día que la siguió: con el alma encendida, con los espíritus en paz y con la conciencia íntima de que la hermandad que tejimos allí seguirá acompañándonos como una música que nunca se apaga, como un canto a la cultura y a la tierra que nos vio nacer, como un río que jamás olvida su camino hacia el mar.
Porque en el Caribe colombiano, el café se toma con historias, el viento susurra melodías y cada acorde es inmortal.

Atentamente,
Ramiro Elías Álvarez Mercado.

Rosendo Romero Ospino: El Poeta que hizo del vallenato un arte del alma.

«Los poetas son hombres que han conservado sus ojos de niño»: León Daudí (escritor español)

Por Ramiro Elías Álvarez Mercado.

La voz de los poetas es un instrumento invisible que hace vibrar las cuerdas del alma. Donde hay poesía, hay música, y donde la música brota desde las entrañas, el espíritu se desnuda, se reconoce y se libera. Hay compositores que escriben canciones y hay otros que, como Rosendo Romero Ospino, bordan emociones con hilos de palabras, de metáforas, de ternuras silvestres y honduras humanas, en las que cada nota, cada acorde, cada verso, es un reflejo íntimo de lo que somos por dentro.

En Villanueva, La Guajira, ese rincón donde el viento sopla con sabor a cactus, a cardonales y a historia, nació este poeta mayor. Fue un domingo 14 de junio de 1953 cuando llegó al mundo en el hogar formado por Escolástico Romero y Ana Antonia “La Nuñe” Ospino. El sexto de nueve hijos, seis varones y tres mujeres, y todos los hombres, como si en el corazón les palpitara un tambor antiguo, y por su sangre corriera los fuelles de un acordeón, se dedicaron a la música. Así nació la dinastía de «Los Romero», una de las familias más representativas del vallenato: herederos de una sensibilidad que viene desde su abuelo Rosendo Romero Villarreal, y que florece con fuerza en su padre Escolástico, un verdadero juglar: compositor, cantante y acordeonista de los buenos, de los que tocaban con el alma. En Rosendo, la música no fue una opción: fue un mandato silencioso del destino, un talento sembrado en el corazón desde antes de nacer.

Villanueva no solo lo vio nacer: le dio raíces. Tierra de cafetales, de fragantes mañanas y rica en cultura; creció en el barrio «El Cafetal», cuna también de otras figuras insignes del folclor vallenato. Fue allí donde el niño Rosendo aprendió a mirar el mundo con asombro, con el alma abierta, con las manos llenas de música. No solo es poeta: también es músico de cuerpo entero, intérprete sensible del acordeón y la guitarra, esos instrumentos que abrazan y confiesan que cantan y lloran con él.

Pero lo que distingue a Romero Ospino, no es solo su linaje, sino la manera como transforma la emoción en poesía, y la poesía en canción. No es un compositor convencional. Es un artesano del verso, un jardinero de metáforas que cultiva sentimientos y los convierte en paisajes musicales usando con maestría las figuras literarias como el pintor usa sus colores: con intuición, con sabiduría, con asombro. En sus letras, el amor no es solo una emoción: es una flor que nace entre espinas, una luna que guía en la oscuridad, un suspiro que se posa en la orilla del recuerdo.

Rosendo escribe con los ojos de un niño y el alma de un sabio. En sus canciones la naturaleza es compañera del sentimiento y por eso sus versos están poblados de cielos que lloran de montañas que guardan secretos, de caminos que recuerdan besos, de flores que llevan el nombre de una mujer amada. Su poesía está viva, es cercana, y nos toca porque habla de lo esencial: del amor que duele, del deseo que espera, de la ausencia que cala hondo, de los sueños que no mueren.

Sus canciones más conocidas son verdaderos poemas con melodía. “Mi Poema” no es una simple declaración de amor, es un himno a lo que se siente cuando se ama sin condiciones, sin orgullo, sin miedo. “Noche sin Lucero” encierra la imagen perfecta de la soledad: la oscuridad del alma cuando el amor se ha ido. “Cadenas” es la confesión de quien ama con intensidad, aunque duela. “Romanza” es un canto delicado a la entrega, una caricia hecha canción. En “Fantasía” el amor se vuelve sueño, deseo que vuela más allá de la razón. «El amor es un cultivo» es la siembra de un sentimiento, el cuidado y la dedicación que requiere para florecer. Y en “Sueños de conquista” el alma se convierte en guerrera, en luchadora por esos amores imposibles que valen la vida entera. Cada título suyo es una llave que abre una emoción profunda, un rincón escondido del alma humana.

Y si algo define a Rosendo Romero es su capacidad para convertir lo cotidiano en algo sublime, lo simple en extraordinario. Es un poeta del amor, sí, pero también del paisaje, del recuerdo, del deseo. Su capacidad para entrelazar el entorno con los sentimientos lo convierte en un maestro de la sensibilidad. En “Copitos de pino” por, ejemplo, no solo nos habla del amor: lo envuelve en un lugar paradisíaco, donde cada imagen, cada metáfora, cada aroma, tiene el peso exacto de una declaración emocional. Es una canción donde el amor no se grita, se insinúa; donde no se impone, se ofrece con delicadeza. Y en “Villanuevera”, aunque canta a una mujer, canta también a su tierra, haciendo de la figura femenina un símbolo de origen, de pertenencia, de belleza que florece como flor guajira en medio del campo.

Su creación no se limita al vallenato. También ha compuesto en otros aires del Caribe colombiano, dejando su huella en la cumbia y el porro. De su inspiración brotó «Zenaida», una de las cumbias más escuchadas a nivel nacional e internacional, interpretada por Armando Hernández. En ella narra con ternura la historia de una humilde mujer vendedora de frutas, que con su canto alegraba las calles de Cartagena. En esa canción, como en tantas otras, la dignidad de lo cotidiano se transforma en canto eterno.

Otra de sus obras musicales, “Me sobran las palabras”, ha traspasado fronteras. Con millones de reproducciones en las plataformas digitales y versiones interpretadas en distintos rincones del mundo, esta canción confirma que su poesía no tiene barreras, que su arte toca corazones más allá del idioma y la geografía.

Sus canciones decembrinas son otro de sus regalos para la música. En temas como “Mensaje de navidad”, “Mil navidades”, “Luces navideñas” y “Navidad”, Rosendo nos devuelve la ternura, la esperanza, el abrazo familiar. Lo llaman con cariño “El Cantor de las Navidades”, porque sus letras hacen parte del alma de cada diciembre, cuando los afectos se vuelven canción y el tiempo se detiene por un instante para recordar lo que importa.

Su primera canción fue “La custodia del Edén”, grabada por su hermano Norberto Romero en el acordeón y la voz de Armando Moscote. Desde entonces, la grandeza de su pluma no pasó desapercibida. Grandes intérpretes del vallenato grabaron sus composiciones: Rafael Orozco, Diomedes Díaz, Beto Zabaleta, Silvio Brito, Jorge Oñate, Juan Piña, Iván Villazón, Jairo Serrano, entre muchos otros. Porque cuando una canción nace del alma, todos quieren cantarla. Además, comparte sangre con el gran Israel Romero, “El Pollo Isra”, uno de los acordeonistas más célebres del folclor colombiano y fundador del Binomio de Oro, otra joya de esta familia prodigiosa.

Rosendo Romero no solo escribió canciones: construyó un universo lírico y emocional donde caben todos los que han amado, llorado, soñado o perdido. Su música no solo entretiene: acompaña. No solo gusta: conmueve. Y en cada uno de sus versos hay una invitación a mirar la vida con ojos nuevos, con más sensibilidad, con más poesía.

No en vano, el doctor Ángel Massiris Cabeza, geógrafo, escritor e investigador, lo rebautizó como “El poeta del camino”. Y es que en muchas de sus canciones, el camino aparece como símbolo de búsqueda, de esperanza, de vida que avanza. El camino para el maestro «Chendo», como lo llaman cariñosamente sus amigos y familiares, no es solo paisaje: es destino, es tránsito del alma, es memoria que camina.

Hoy, más que nunca, su legado se alza como un faro en medio del ruido. Porque en una época donde la música muchas veces pierde su alma, las canciones de Rosendo nos recuerdan que aún existe espacio para la belleza, para el verso cuidado, para el arte que nace desde lo profundo y se queda a vivir en nosotros.

Gracias, maestro Rosendo Romero Ospino, por recordarnos que el alma también tiene guitarra, que la palabra puede ser río, viento, camino y abrazo, que en cada canción verdadera late una historia del hombre y del universo.

Gracias por enseñarnos que la belleza no muere: solo cambia de melodía.
Que en el acordeón se esconde la respiración del tiempo y en la poesía, la huella invisible de los que amaron con verdad.

Su arte no pertenece solo al vallenato:
es patrimonio del alma humana, es una brújula en medio del ruido, una lámpara que alumbra los caminos del sentimiento.

Quienes escuchamos sus versos no solo oímos música: escuchamos la vida misma queriendo decir algo antes de callar.

Por eso, Maestro, su canto permanecerá más allá del polvo y del olvido, porque la eternidad se escribe en canciones como las suyas donde el corazón se vuelve palabra y la palabra milagro.

Atentamente,
Ramiro Elías Álvarez Mercado

Carlos Fajardo Tatis: el compositor que convirtió la tristeza y el sufrimiento en canciones

“La música es la vida emocional de la mayoría de la gente”:
Leonard Cohen (cantautor, poeta y novelista canadiense)

Por Ramiro Elías Álvarez Mercado

Hay existencias que parecen nacidas del abismo, pero aun así se empeñan en buscar la cima. Vidas que nacen entre sombras y, sin embargo, insisten en hallar la luz. Seres que aprenden a cantar antes que a llorar, porque intuyen que en la música se esconde la forma más pura de resistir. Hombres que, en lugar de odiar, responden al dolor con canciones. Que convierten el sufrimiento en belleza, como si cada herida fuera una cuerda más del instrumento que los sostiene.
Así es la historia de Carlos Arturo Fajardo Tatis, un hombre que no solo sobrevivió al olvido, sino que lo transformó en arte.

Su historia comienza entre montañas húmedas y verdes, en Umbito, una vereda del municipio de Necoclí, Antioquia, donde la tierra huele a barro recién abierto y el aire trae consigo la sal del mar Caribe. Allí, en medio de plátanos y cocoteros, nació un martes 26 de septiembre de 1967. Aunque su registro civil fue presentado en San Pelayo, Córdoba, su alma pertenece a los montes antioqueños: al rumor del agua entre las piedras, al silbido del viento que se enreda en la vegetación, al canto de las aves que anuncian la lluvia.

Hijo de Manuel Fajardo Otero y Olga Tatis Arrieta, fue el menor de ocho hermanos. La muerte temprana de su madre y el abandono de su padre lo dejaron frente a la vida como un niño sin mapa. En su niñez y adolescencia sufrió el peso del maltrato familiar y la incomprensión de quienes debieron protegerlo. Pero aquella infancia herida no apagó su espíritu: lo templó. De esa adversidad nació una fortaleza secreta, un pulso que más tarde se transformaría en canción.

Entre labores rudas e inclemencias, cargó agua, sembró la tierra, ordeñó vacas, cortó leña. La montaña fue su escuela y su refugio. Allí aprendió que el cansancio también enseña y que el perdón alivia más que la venganza. Entre el mugido del ganado y el eco del machete, comenzó a mirar el mundo con ternura, incluso cuando dolía.

El destino lo llevó luego a Cartagena, esa ciudad donde el mar canta con voz antigua. Allí conoció la otra cara de la soledad: los andenes fríos, los cartones como abrigo, la indiferencia como rutina. Fue habitante de la calle, niño de la intemperie, sombra entre luces ajenas. Pero incluso en ese desamparo, la música lo acompañó como una llama inextinguible.

En los años más duros, trabajó en el mercado de Bazurto, limpiando verduras, cargando bultos y empacando productos bajo el sol inclemente. Entre el bullicio, los pregones y el olor a pescado fresco, comprendió que el trabajo también puede ser una forma de dignidad. Con el sudor de sus manos logró terminar los estudios primarios y avanzar parte de la secundaria, demostrando que el conocimiento no siempre nace en las aulas, sino en la voluntad.

Fue allí, en medio del ruido de los carretilleros y los gritos de los vendedores, donde aprendió a tocar la guitarra por sí mismo. Sin profesor ni partituras, fue descifrando los sonidos hasta convertirlos en compañía. La guitarra se volvió su confidente y su escudo, el puente entre su pasado de silencio y su futuro de melodías. Con ella empezó a componer sus primeras canciones, a darle forma al sentimiento, a rescatar del dolor un motivo para seguir.

Admiraba a Pedrito Fernández, el niño ranchero, y al cantautor cordobés Máximo Jiménez, cuyas letras sociales hablaban de resistencia. Aquellas voces fueron su escuela invisible. Inspirado por ellas, compuso su primera canción: “Entre Cartones”, una ranchera nacida del hambre y la orfandad, del coraje de seguir viviendo. La cantaba en los buses, mientras vendía productos para sobrevivir, y su voz temblorosa, sincera, conmovía a quienes lo escuchaban.

Años después, en un homenaje en el Colegio José Celestino Mutis, en el barrio La Esperanza, de la ciudad de Cartagena, interpretó esa canción ante un público que no pudo contener las lágrimas. Por primera vez, el dolor se convirtió en aplauso, y la calle en escenario. Ese día comenzó su segunda vida.

De esa semilla florecieron nuevas canciones: “Adiós a la diosa”, “Mañosa y embustera”, “El rabo de carnero”, “El manjar”, “El rey de la alegría”, “Corazón de hielo”, “Una nueva vida”, “El guerrero del amor”, “Canto para ti”, “Me tuve que ir”, “Inocente niño”, “Ilusión de amor”, “Ya lo decidí”, “El ombliguito”, “Esclavo de tus besos”, “Nadie es perfecto”, “Hechicera”, “El Gol”, “Un Verano”, “Tu Invierno”, entre muchas más, pasando del centenar de composiciones.

Sus canciones abarcan todos los matices del alma: unas son románticas y sentimentales, escritas desde la ternura y la nostalgia; otras, jocosas y de doble sentido, herederas de la picaresca del hombre caribeño, que sabe reírse incluso de sus propias penas. En cada verso hay verdad y desparpajo, dulzura y picardía, como si la risa y el amor se dieran la mano en la misma estrofa.

En su Organización Musical KAFATA, que él mismo dirige, ha grabado varios temas en su voz, pero también han sido interpretados por artistas de distintos géneros: Darío Gómez, el Rey del Despecho; Leidy Carolina Posada, hija del legendario Luis Alberto Posada; el Rey Vallenato Manuel Vega Vázquez y su hermano Ricardo; Horacio “El Chacho” Mora, Marines Lezama, Diego Luis Lara, Osnaider Cabarcas, José Vázquez, Elías Ospino Aguilera, Los Soneros de Gamero en la voz portentosa de Isolina León, la agrupación «Luna Vallenata», conformada por las Hermanas Tatiana y Roxana Díaz, Ramy Torres, entre otros.

Carlos Fajardo es un creador versátil: puede moverse entre el vallenato, el porro, la salsa, la ranchera, la champeta o la música popular, pero su verdadera patria es la verdad. No le interesa la fama, sino la autenticidad. Su meta es que cada canción sirva para algo, que alguien, al escucharla, sienta que no está solo.

Admirador de los grandes exponentes de la música vallenata, desde los juglares como: Alejandro Durán, Leandro Díaz, Rafael Escalona, Juancho Polo, Luis Enrique Martínez, Alfredo Gutiérrez, y de los cantantes, Jorge Oñate, Rafael Orozco, Beto Zabaleta, Poncho Zuleta, entre otro, sin embrago Carlos se declara Diomedista de corazón, seguidor del estilo y la poesía de Diomedes Díaz «el Cacique de La Junta», a quien considera una fuente de inspiración inagotable por su capacidad de transformar la cotidianidad en canto, el amor en palabra y la vida en leyenda.

Su talento lo llevó a los grandes escenarios. De la mano del maestro Darío Gómez, quien grabó su tema “Una nueva vida”, llevándolo al reconocimiento nacional e internacional, confirmando que su camino, aunque silencioso, seguía creciendo como la música misma: sin prisa, pero sin pausa.

Ganó festivales como el de Arjona, con el tema “Quiero ser libre”; obtuvo el segundo lugar en Turbana y el primero en el Festival del Frito con una cumbia titulada “La más bonita”. Para él, cada tarima es un altar y cada canción, una plegaria.

De sus abuelos Marceliano Tatis, músico español avecindado en Cartagena, y José Fajardo, integrante de la Banda Bajera de San Pelayo, heredó la música como linaje.

Hoy, la historia se cierra con una justicia poética: aquel niño que un día fue nómada entre montañas y calles es ahora guía turístico en Cartagena, la ciudad que lo vio llorar y levantarse. Recorre sus plazas, murallas y calles coloniales contando historias con el mismo ritmo con que compone versos. Su voz guía a los visitantes por los caminos de piedra donde aún resuenan los tambores de la historia. Cada relato suyo tiene la cadencia de una canción y la ternura de quien ha comprendido que también se puede sanar mostrando belleza.

Porque Carlos Fajardo Tatis ya no solo canta: ahora también guía. Y en su mirada, el mar parece escucharlo.

Su vida es un espejo donde todos los que sufren pueden mirarse. Enseña que el dolor no destruye: revela. Que la pobreza puede ser semilla de grandeza. Que el arte no pertenece únicamente a los elegidos, sino también aquellos valientes y luchadores de la vida como él.

En los ojos de Carlos aún habita el niño que dormía en la calle, pero también brilla el resplandor sereno de quien ha vencido al destino. Ha demostrado que, aunque el mundo te deje sin techo, el corazón puede seguir siendo una casa donde habite la esperanza.

Hoy, Carlos Fajardo Tatis se considera un hombre feliz. No porque haya olvidado su pasado, sino porque aprendió a reconciliarse con él. Su felicidad no es una huida del dolor, sino una celebración de la vida misma, de haber sobrevivido y creado belleza a partir de la herida.

Y su mensaje, que ya no es solo suyo sino de todos los que han llorado en silencio, vibra como un eco eterno.

“No importa cuán oscuro sea el camino; mientras exista una canción, propia o ajena, el alma tendrá un motivo para seguir viviendo»:Roy Galán

Atentamente,
Ramiro Elías Álvarez Mercado.

Isolina León: “La Tranca” Voz, alma y esencia del bullerengue

“La música es el acto social de comunicación entre la gente, un gesto de amistad, el más fuerte que hay.”
(Malcolm Arnold, músico y compositor británico)

Por Ramiro Elías Álvarez Mercado

El bullerengue, más que una música o una danza, es un rito de memoria viva: una práctica social, cultural y profundamente espiritual que nace del corazón del Caribe colombiano. En sus cantos resuena la historia, la resistencia y la sabiduría de los pueblos afrodescendientes que han encontrado en el tambor, la voz y el cuerpo una manera de ser, de existir, de perdurar. Y si hay una voz que encarna con autenticidad esa herencia, esa fuerza ancestral, es la de Isolina León Blanco, conocida en el universo del folclor como “La Tranca”.

Isolina nació en el corregimiento de Gamero, municipio de Mahates, en el cálido y fértil departamento de Bolívar, donde el bullerengue no se aprende: se respira. De esas tierras campesinas, sembradas de historia y dignidad, emergió su voz. Una voz que no solo canta, sino que brota como semilla viva del barro, del azadón, del sudor, del río y del monte.

Campesina pura, de hacha y machete, Isolina es una mujer de manos curtidas y alma luminosa. Cultiva la tierra, corta leña, se ha dedicado a la pesca, y ha hecho de su cotidianidad un poema de trabajo y resistencia. En ella se funden la sabiduría ancestral de las cantaoras y la nobleza silente de las mujeres del campo. Madre y abuela amorosa, ha sacado adelante a su familia con esfuerzo, dedicación y una fortaleza que asombra. Es el corazón de su casa, el sostén de los suyos y un orgullo inmenso para su terruño, que la reconoce como símbolo de lucha, talento y tradición.

Como la tranca que resguarda con firmeza las puertas de las casas caribeñas, fuerte, confiable, protectora así es la voz de Isolina León: un umbral que defiende y sostiene la tradición viva del bullerengue. Su apodo no es un mero adorno: es símbolo y testimonio de carácter, de identidad, de permanencia. De hecho, fue precisamente “La Tranca”, su primer éxito musical grabado en 1999, el tema que le dio ese nombre artístico y la catapultó a la fama. Aquella canción, vibrante y poderosa, se convirtió en la sensación durante las fiestas novembrinas de Cartagena y los carnavales de Barranquilla, abriendo para ella el camino hacia los corazones del pueblo.

Seguidora fiel de la legendaria cantora Irene Martínez, Isolina no solo aprendió de ella sino que se convirtió en una de sus alumnas más aventajadas tomando la posta de un legado musical invaluable. Hoy esa tradición vive en su garganta y en su andar. Pero su arte no se limita al bullerengue: en sus redes sociales la vemos cantar con igual maestría vallenatos, cumbias, porros y otros aires musicales que hacen parte del alma sonora del Caribe. Su versatilidad no solo asombra, sino que conecta generaciones, territorios y emociones.

Antes de que su voz sonara en escenarios, su canto ya llenaba las calles de su pueblo. Con una ponchera en la cabeza, vendía bollos y dulces que anunciaba con pregones cantados, llenos de picardía y ternura. La gente no solo compraba sus delicias: se detenía a escucharla, aplaudirla, celebrarla. Porque Isolina no vendía productos: compartía alegría, ritmo, sabor. Y ese arte natural, sin escuela, fue su primera tarima.

Dueña de una presencia imponente y una voz que parece nacer de las entrañas mismas de la tierra, Isolina no solo canta bullerengue: lo encarna. Cada nota que entona es un llamado a la memoria colectiva; cada ritmo que interpreta es una conversación entre generaciones; cada presentación es una ceremonia en la que la historia se vuelve presente y la tradición, un acto de amor.

Es, además, la voz oficial y líder de la agrupación Los Soneros de Gamero, colectivo musical que ha sabido mantener viva la herencia de sus ancestros. Con ellos ha grabado temas que son ya himnos del bullerengue: La Gozadera, El Tun Tun, Carita Pintá, El Pollerón, La Lengua, entre otros, verdaderas joyas que hacen palpitar los escenarios con su ritmo contagioso. Su alegría en escena es tan genuina que no se puede fingir ni imitar: nace de una vida vivida con pasión y con música en la piel.

Su sonrisa resplandeciente ilumina no solo su rostro, sino también los corazones de quienes la escuchan. Tiene ese carisma cálido y entrañable que desarma y abraza. Con solo una mirada, conecta. Con su risa abierta y contagiosa, enciende la fiesta, el alma y el recuerdo. Sus trajes coloridos, vibrantes como los paisajes del Caribe, hablan también de su identidad: una mujer que honra sus raíces con orgullo y elegancia. Sus labios maquillados, su piel negra y hermosa, su porte altivo y festivo, la convierten en un ícono de la estética afrocolombiana. Cada detalle en su vestimenta y en su actitud escénica es una declaración de belleza, de libertad, de dignidad.

Alcanzó la fama después de los 50 años, en un mundo que suele venerar lo efímero y olvidar lo esencial. Pero ella llegó con fuerza serena, como quien sabe que su momento está inscrito en un tiempo más sabio. Hoy, siendo una septuagenaria, continúa de pie sobre los escenarios, regalando su canto con la misma pasión del primer día, demostrando que la belleza, la fuerza y la autenticidad no tienen fecha de caducidad.

Su éxito tardío es, en realidad, un acto de justicia poética: el reconocimiento merecido a una vida entregada al arte, a la cultura y al trabajo digno. Porque la voz de Isolina León no solo se escucha: se siente, se vive, se celebra. En cada interpretación revive la herencia musical de sus ancestros, como un eco sonoro del alma afrocolombiana, que encuentra en su garganta una morada digna y luminosa.

Con cada tamborazo, con cada letra, con cada mirada, Isolina nos recuerda que el bullerengue es un acto de resistencia, pero también de ternura. Que es posible envejecer con gracia, con arte, con orgullo. Que la sabiduría no solo está en los libros, sino en los cuerpos que danzan, en las voces que cantan, en las mujeres que no se rinden.

A través de su música ha llevado la esencia del Caribe colombiano a escenarios nacionales e internacionales, posicionando su arte como una voz imprescindible en la historia del folclor. Su legado no es solo sonoro: es espiritual, cultural, estético. Es un canto a la vida que reverbera en cada comunidad que la escucha, en cada niña que sueña con cantar como ella, en cada tambor que suena con amor y dignidad.

La madurez y la experiencia se reflejan en cada uno de sus gestos, en cada movimiento acompasado de su cuerpo al ritmo del tambor. Su voz, sin embargo, sigue fresca y vibrante, como un manantial que brota desde las raíces mismas de la cultura afrocolombiana, una voz que rompe las barreras del tiempo y del olvido.

Pero para comprender verdaderamente el alma de Isolina León, hay que volver al punto de partida: Gamero, su tierra natal. No se puede hablar de “La Tranca” sin hablar de ese pequeño paraíso afrocolombiano, donde la historia se canta, se baila, se cultiva y se honra con cada amanecer. Gamero no es solo un lugar en el mapa: es un territorio espiritual, una escuela de vida, un útero musical del que han nacido grandes voces y memorias. Allí, donde la ciénaga abraza los caminos de tierra y el sol acaricia las hojas del plátano, se respira una belleza indómita y ancestral.

El paisaje natural de Gamero parece conjurado por la poesía: caños que serpentean entre los árboles, campos verdes que vibran al ritmo de las cosechas, aves que anuncian el día con sus cantos, y ese rumor del agua que acompaña la vida como un tambor secreto. Es un lugar donde la naturaleza canta, donde la tierra tiene alma y donde el bullerengue no es solo una expresión artística, sino el pulso mismo del pueblo.

Cuna de grandes exponentes de la música tradicional Gamero ha parido leyendas que hoy son patrimonio sonoro de la nación. En cada esquina se escucha un eco de tambor, una voz que entona memorias, un niño que baila, una abuela que enseña, una comunidad que celebra. La riqueza del pueblo no está en sus bienes materiales, sino en su gente, en su sabiduría, en su herencia viva. Allí, el arte no es espectáculo: es alimento espiritual, es herramienta de sanación, es legado que se hereda como se hace con la semilla o el apellido.

Y en medio de esa abundancia invisible, Isolina León, a pesar de haber sido ovacionada en escenarios nacionales e internacionales, no ha perdido su esencia. La fama no la ha despegado del suelo: la ha reafirmado en él. Sigue siendo la mujer sencilla que recoge leña, que cocina con amor, que canta en la plaza del pueblo con la misma entrega con la que lo hace frente a miles. No hay vanidad en su andar, sino gratitud. No hay distancia entre la artista y la mujer: hay coherencia, hay humildad, hay raíz.

La han visto en teatros y en tarimas, sí, pero también se le puede encontrar en su casa, conversando con vecinas, riendo con niños, hablando con los árboles. Su vida no se disfraza de fama: se adorna con autenticidad. Es la misma Isolina que caminó descalza por los caminos polvorientos, la que vendía bollos cantando, la que aprendió más de la vida que de los libros. Una mujer hecha de tierra, de río, de voz, de lucha. Una ceiba que no olvida la semilla que fue.

Gamero es cuna de cantaoras y cantaores, un bello pueblo afrodescendiente e indígena, que simboliza la resistencia negra, encallado al lado del Canal del Dique y la Ciénaga de Matuya. Es un pueblo muy rico en saberes relacionados con la pesca, la agricultura, plantas medicinales y expresiones artísticas en las que se destaca el bullerengue, la danza son de negro y los cantos fúnebres. Es una despensa folclórica de las fiestas populares de la región Caribe.

Raíz profunda, vuelo alto. A pesar de las alas que la llevaron a escenarios lejanos, su corazón sigue hundido en la tierra que la vio nacer. Sencillez y humildad, dos virtudes que la fama no pudo arrebatarle.

Como una ceiba que crece firme en la orilla del río, su espíritu sigue arraigado en la tierra que la nutrió. La fama no se le subió a la cabeza, porque su verdadera riqueza está en la simplicidad de la vida campesina.

Con las manos que una vez sembraron semillas, ahora cosecha aplausos. Pero es en el silencio del pueblo, rodeada de animales y plantas, donde encuentra la verdadera paz. Su voz es un reflejo de su alma, pura y auténtica, como el canto de los pájaros al amanecer.

Es un ejemplo vivo de que la verdadera grandeza no se mide por los escenarios que se pisan, sino por la profundidad de las raíces que se mantienen firmes en la tierra que nos vio nacer.

Atentamente, Ramiro Elías Álvarez Mercado.