«Es una expresión bonita cuando canta una mujer»: Alberto «Beto» Murgas (acordeonista y compositor vallenato).
Por Ramiro Elías Álvarez Mercado
“Mujer, tú eres Vallenato” es más que el título de un merengue: es una declaración luminosa nacida de la pluma sensible del hombre de leyes y compositor Ignacio Cantillo Vázquez, quien con visión y alma Caribe levanta un canto necesario, un espejo donde el folclor se mira y reconoce lo que siempre ha sido verdad. En las voces de Ule Rumbo, angelical y serena como un susurro del alba, e Ivo Díaz, poderoso y original como un viento que baja de la Sierra con la fuerza de la naturaleza, la obra encuentra su equilibrio perfecto. Y sobre ellos, como un vuelo de mariposa que sabe ser tormenta, el acordeón magistral del Rey de Reyes Almes Granados, fiel alumno de los juglares de antaño, le da el brillo majestuoso que solo la maestría auténtica puede ofrecer, hilando notas con la sabiduría de quien conversa con el pasado.
La canción desmonta con firmeza los viejos prejuicios que algunos todavía predican, esa idea gastada de que “pa’ cantar vallenato no ha nacido la mujer”. Cantillo no responde con rabia, sino con verdad: ¿Cómo negar voz a quien ha sido la inspiración de las más hermosas canciones que posee nuestro folclor? Desde tiempos remotos, la mujer ha sido la chispa que enciende al compositor, el silencio donde germina la melodía, la razón íntima del verso que busca refugio en el papel. Tiene todo el derecho y la herencia del alma, de cantar con su voz sonora, de expresar un amor grande, de bordar su historia en el pentagrama sentimental de la música vallenata.
Este merengue alegre celebra esa verdad innegable: cuando la mujer canta, se percibe una ternura distinta, una dulzura que no es debilidad sino revelación. Ese toque femenino que embellece el verso no adorna: transforma. El hombre que escucha esa mezcla de suavidad y embrujo corre el riesgo, bendito riesgo de enloquecer con su encanto. Cada palabra, en sus labios, se convierte en aroma, en brisa, en destello.
La canción también atraviesa otro territorio: el del acordeón, instrumento que por años fue considerado bastión exclusivo del “macho”. A quienes aún dicen que ninguna mujer puede quitarle jerarquía a un hombre tocando un fuelle, la canción les responde con la misma claridad con que canta un gallo al amanecer: no han visto a la nueva generación de acordeonistas. Mujeres que dominan el instrumento con la misma fuerza, técnica y sentimiento que cualquier rey de un festival, mujeres que tocan para competir, y para existir con verdad.
Por eso el tema invoca el nombre luminoso de la juglaresa Rita Fernández Padilla, una mujer que encarna el prototipo de los músicos completos (canta, compone e interpreta acordeón, guitarra y piano), una soñadora de tierras samarias que llegó a Valledupar a iluminar caminos. Su ejemplo abrió puertas, inspiró a muchas y dejó claro que el vallenato no crece cerrando espacios, sino abriendo todas sus orillas.
Porque en cualquier escenario, ellas se hacen sentir: tienen madera, tienen raíz, tienen tumbao. Con ese ritmo costeño que contagia y esa sensibilidad que vibra, hacen brotar canciones nuevas “como flores en abril”, llenas de vida y destino.
“Mujer, tú eres Vallenato” no es solo un homenaje: es un manifiesto poético y un acto de justicia. Afirma lo que la historia ya sabe: que la mujer no es solo musa, sino voz; no solo inspiración, sino creadora; no solo paisaje amado, sino faro y fundamento del folclor. Porque cada vez que una mujer canta o hace vibrar un acordeón, el vallenato no pierde su esencia: se engrandece, se vuelve más humano, más Caribe, más verdadero.
«El arte, cuando es bueno, es siempre entretenimiento»: Bertolt Brecht (músico y dramaturgo alemán).
Por Ramiro Elías Álvarez Mercado
Hay encuentros que no suceden por azar, sino por el llamado invisible de la alegría. Son melodías secretas que la vida compone para recordarnos que la existencia, como un buen paseo vallenato, se disfruta mejor entre risas, versos y corazones dispuestos a cantar. La amistad verdadera, esa que no se impone sino que florece, es una parranda sin hora de cierre: un espacio donde el alma se desnuda con confianza y la vida se vuelve música al compás del acordeón, la caja, la guacharaca, la trompeta, el clarinete y el redoblante.
Más que amigos, somos una manada que camina unida al ritmo del folclor que nos habita. Compartir esta tertulia fue como escuchar una canción que uno quisiera que nunca terminara. Porque entre amigos la música es puente, es raíz, es destino. Y el vallenato, el porro y los aires del Caribe colombiano laten como un corazón colectivo que nos convoca y nos sostiene.
El jueves 20 de noviembre de 2025, Corozal parecía tener un brillo distinto, como si el pueblo supiera que algo memorable iba a ocurrir. Para mí fue un honor compartir con algunos integrantes del grupo de WhatsApp Tertulia Vallenata en una velada que trascendió lo cotidiano para convertirse en un ritual de hermandad sabanera.
La ocasión era especial: el cumpleaños del abogado, compositor y cantante Nicanor “Nica” Assia Vergara, un hombre que lleva en su voz la memoria viva del vallenato y del folclor sabanero. Un anfitrión generoso, dueño de un espacio donde la alegría entra sin pedir permiso. Su hospitalidad, bordada con sencillez y nobleza, convirtió su casa en un templo abierto al canto, a la palabra y al sentimiento. Cada gesto suyo fue una nota más en la partitura de afectos que solo los hombres de alma grande pueden interpretar.
Lo que empezó como un encuentro de amigos se transformó en un conversatorio fecundo donde la reflexión se entrelazó con la emoción. Se habló de raíces, de identidad, de la urgencia de honrar lo nuestro sin perder el eco del monte ni el polvo de la trocha. Fue un diálogo íntimo, casi filosófico, donde cada palabra encendía un candil en el pecho. Una tarde convertida en un festival del alma: sin tarimas, sin jurados, sin premios, en el que todos fuimos ganadores. Solo música, solo verdad.
Y cuando la palabra descansó para dejar pasar al sonido, ocurrió la revelación: el maestro Samuel “Sammy” Ariza tomó el acordeón como quien toma entre los brazos a un ser amado. A su lado, su compañera Mónica Mendoza, presencia suave y luminosa, parecía custodiar cada nota. Con el fuelle al pecho, cada digitación dejaba ver el brillo de su anillo de matrimonio, chispa sagrada que recordaba su pacto de vida, de arte y de historia musical. Lo que interpretó no fue solo música: fue un rezo, una plegaria, una liturgia de excelencia. Una demostración exquisita de un músico que tiene su instrumento como una extensión de su cuerpo.
Entonces, como si el destino hubiese querido sellar el momento con grandeza, llegó el maestro Leonardo Gamarra Romero, leyenda del porro sabanero. A sus ochenta y cinco años sigue demostrando que los artistas verdaderos desafían calendarios. Nos regaló porros clásicos, cómo «Imágenes», «El Barroso Pineano», «Con la garrocha en la mano», recordándonos que la música de la sabana no envejece: se renueva en cada oído sensible que la escucha.
La noche siguió creciendo cuando irrumpió la Banda 8 de Septiembre de Sincé: clarinetes brillando como luciérnagas, trompetas levantando la brisa nocturna, el bombo estremeciendo la tierra, el redoblante marcando la columna vertebral del ritmo. Cada instrumento era un latido; cada melodía, un acto de afirmación cultural.
La escena se enriqueció con presencias de linaje musical: Lisandrito Meza, hijo del prodigioso “Chane” Meza y nieto del legendario Lisandro Meza Márquez; y Deyson Jayk, quien honra y continúa el legado de su padre, José Jayk. Cada uno, portador de una herencia que no se hereda dormida, sino despierta, viva, urgente.
Cuando el alba comenzó a insinuarse, iniciamos el camino hacia la finca La Manuela, bautizada en honor a la hija del doctor Nica, quien junto a Nicanor Jr. son sus dos retoños. Allí, la sabana abrió su corazón como un libro sagrado. Los potreros verdes parecían oleajes detenidos, alfombras que cobran vida. Las reses gordas y los caballos brillantes se movían con la calma de quienes saben que pertenecen a un paisaje eterno. La represa reflejaba el cielo como un espejo de Dios. El canto de grillos y ranas repetía su sinfonía mágica. Las aves de corral y los perros parecían unirse a nuestro encuentro por la tranquilidad con la que nos miraban. Y el viento traía olor a pasto fresco, a tierra bendecida, a vida plena.
Las pasturas en La Manuela no son paisajes: son presencia.Nos miran, nos reconocen, nos abrazan.
Y como todo rito Caribe necesita su pan y su fuego, llegó a la mesa lo que en nuestra región es identidad pura:
Chicharrones crujientes, dorados, casi poéticos; yuca tierna que se deshacía entre los dedos; queso costeño fresco; suero sabanero espeso y vivificante; sancocho trifásico, ese triángulo de sabores, equilibrio perfecto, entre el plátano, el ñame y la yuca, que se unen en una danza de texturas y aromas con las carnes de res, cerdo y gallina, que nos conecta con la tierra, la cultura y nuestra historia gastronómica; bocachico con sabor a ciénaga; ajonjolí, aroma de hogar antiguo; y un jugo de guayaba agria que sabía a infancia, a patio de tierra, a cielo abierto.
Cada bocado era un acto de memoria; cada sabor, un reconocimiento de quienes somos.
En ese ambiente de celebración y raíz, el licor llegó como un cómplice discreto del espíritu. El Buchanan’s Master, con su aroma ahumado, traía consigo nieblas de Escocia y un susurro de gaitas antiguas; en cambio, la Club Colombia Dorada, fresca y alegre, nos regresaba de inmediato al calor vibrante de nuestra sabana. Entre ambos se dio un diálogo de sabores, un puente invisible que nos hizo sentir vivos, conectados, bendecidos por la noche.
La parranda, con su música, sus voces, su licor y su hermandad, fue más que un festejo: fue un baile de almas. Un espacio donde el tiempo se aflojó, donde las preocupaciones se desvanecieron, donde la alegría se volvió un idioma común.
El día avanzaba cuando ocurrió el momento que le dio sentido pleno a la tertulia: el doctor Nica, el hombre celebrado, tomó la palabra y su voz se volvió canto. Su timbre, añejo y fresco a la vez, como los vinos que envejecen hacia adentro; es decir, volviéndose más exquisitos con sabores y aromas redondos e integradados. Se unió al acordeón de Sammy. Y juntos levantaron un movimiento ancestral que todavía vibra en la memoria. Fue un canto que parecía provenir de la tierra misma.
Y entonces, sin planearlo, sin anunciarlo, ocurrió el milagro sencillo que solo se da en el Caribe: todos nos volvimos cantantes. Abrazados, hombro con hombro, cantamos como si el canto fuera nuestro idioma natural. No hubo desafinados ni virtuosos: hubo almas. Por un instante irrepetible fuimos la misma voz.
Así terminó la tarde en La Manuela: con el sol inclinándose como un músico cansado, con la música flotando sobre nuestras cabezas, y con el corazón lleno de esa verdad que solo se revela en los territorios donde el tiempo camina al ritmo de los instrumentos y la vida se celebra como un milagro cotidiano.
Al lado de todos, irradiando calidez, estuvo siempre presente Adriana, esposa del doctor Nicanor, multiplicadora de sonrisas y elegancia silenciosa. También su madre Sonia y sus hermanas Beatriz, Katty y Sonia, presencias de dulzura profunda, paz y bondad. Ellas sostuvieron la alegría del día con la fuerza suave que solo las mujeres de la sabana poseen.
Nica, Leo, Sammy, Eder y Nola: gracias por su amistad. Gracias por recordarnos que en el Caribe colombiano, y esto lo sabe hasta la brisa, cada acorde es un pedazo de eternidad.
Y así, mientras la noche avanzaba con paso lento y la brisa de Corozal seguía murmurando antiguos secretos de la sabana, comprendimos que aquella parranda no era un festejo aislado sino un círculo sagrado donde la vida, el canto y la amistad se reconocían mutuamente. Allí, en ese rincón de la tierra costeña, entre el aroma del suero fresco, el eco del acordeón, el brillo del licor compartido y la sencillez luminosa de la comida que nace del territorio, algo mayor que nosotros mismos respiró con nosotros.
Porque en el fondo lo que celebramos no fue solo un cumpleaños ni una tertulia: celebramos el misterio de estar vivos, el milagro de encontrarnos, la fortuna de seguir siendo compañía en un mundo que a veces olvida la ternura. Cada brindis fue una plegaria; cada canción, una fogata; cada abrazo, un recordatorio de que la alegría también es un acto de resistencia espiritual.
Y mientras las estrellas parecían acercarse, inclinándose sobre el kiosco como testigos antiguos, entendimos que el Caribe no es solamente un lugar: es un modo de sentir, una forma de agradecer, una manera de mirar el mundo con la certeza de que todo vuelve, el canto, la brisa, los amigos, la memoria, porque todo lo que nace del corazón tiene vocación de eternidad.
Así cerramos el día y la noche, más el día que la siguió: con el alma encendida, con los espíritus en paz y con la conciencia íntima de que la hermandad que tejimos allí seguirá acompañándonos como una música que nunca se apaga, como un canto a la cultura y a la tierra que nos vio nacer, como un río que jamás olvida su camino hacia el mar. Porque en el Caribe colombiano, el café se toma con historias, el viento susurra melodías y cada acorde es inmortal.
«Poder sintetizar en las cinco o seis líneas de un bolero todo lo que el bolero encierra es una verdadera proeza literaria»: Gabriel García Márquez (escritor colombiano).
Por Ramiro Elías Álvarez Mercado
Hay canciones que no nacen de la imaginación, sino del alma que recuerda. “Bodas de Oro”, del cantautor Hochiminh Vanegas Bermúdez, no es un simple bolero: es una plegaria al amor perseverante, una ofrenda a la memoria viva de dos corazones que se negaron a rendirse ante el desgaste del tiempo.
Su historia germina en una reunión familiar cualquiera, en una conversación que se eleva por encima del ruido cotidiano. Una amiga menciona que sus padres celebrarán sus Bodas de Oro «cincuenta años de unión» y el asombro invade el aire como una epifanía. En un mundo donde los amores se disuelven con la prisa digital, donde el compromiso parece una reliquia, esa pareja convertida en historia real irradia la belleza de lo que permanece.
Vanegas Bermúdez, hijo de una madre que supo criar sola entre batallas y silencios, encuentra en ese relato un espejo luminoso y doloroso a la vez. La historia de quienes se amaron contra todos los pronósticos, que fueron rechazados, que huyeron a la ciudad con más sueños que certezas y con más fe que recursos, se convierte en la semilla de su canción. En ese amor fugitivo, Hochiminh reconoce la dignidad de los que fundan hogar desde la carencia, de los que edifican esperanza sobre la ternura.
Aunque su esencia artística proviene del universo vallenato, Hochiminh Vanegas Bermúdez aterriza con maestría en el territorio del bolero, buscando un tono más íntimo y romántico que le permitiera a la letra respirar con la cadencia del sentimiento. En ese tránsito musical, el artista no abandona sus raíces, sino que las transforma: el acordeón se silencia para darle paso a la guitarra, que asume el papel protagónico como instrumento principal y de acompañamiento, tejiendo con sus cuerdas la nostalgia de cada verso. A su alrededor, una delicada combinación de percusión, bongó, maracas y güiros, acompasa el ritmo de la memoria, mientras el piano y el bajo aportan la hondura emocional que envuelve la melodía en un halo de eternidad. Todo el conjunto sonoro se convierte en un lenguaje de emociones donde cada nota parece latir con la historia que se canta.
Así nace este bolero: en el cruce entre la nostalgia y el homenaje, entre la carencia y la plenitud. “Hicimos hogar como linda tacita de plata”, canta, y esa metáfora resume medio siglo de trabajo y paciencia, de amor que pule su brillo con los años. No hay artificio, solo la poesía de lo cotidiano: la casa que se levanta, los hijos que crecen, las tormentas que pasan sin romper el vínculo, el amor que envejece sin marchitarse.
El bolero, género inmortal del romanticismo latinoamericano, vuelve a ser aquí lo que siempre fue: una confesión hecha melodía, una ceremonia donde la palabra se abraza con la música para resistir el olvido. Hochiminh le devuelve al bolero su poder más puro: el de recordarnos que amar no es un instante, sino una constancia; no es promesa, sino persistencia.
“Bodas de Oro” no solo celebra una pareja: celebra una ética. La del compromiso que florece en la adversidad, la del amor que se asienta no sobre la pasión fugaz, sino sobre la construcción paciente del nosotros. Ese amor que no depende del “qué dirán”, sino de la voluntad diaria de permanecer.
En su interpretación, el bolero se convierte en un ritual íntimo, en una bendición compartida. Las guitarras son las voces del tiempo, y la melodía, un abrazo a los que aún creen que el amor verdadero es el único lujo que no se compra ni se copia.
Que esta canción sirva, como desea su autor, de inspiración para los jóvenes y las parejas del siglo veloz. Que nos recuerde que el amor no se mide en años, sino en cicatrices superadas juntos; que la tecnología podrá acelerar la vida, pero nunca reemplazará el milagro de dos almas que se acompañan hasta volverse eternidad.
Porque en un mundo que olvida rápido, “Bodas de Oro” nos invita a recordar lento. Y en ese recuerdo, el bolero vuelve a ser lo que siempre fue: la forma más humana del amor hecho música.
La paradoja de la creación: un ser que se expresa a través de la palabra sin haber pasado por los templos académicos de la literatura.
¿Por qué escribo, entonces? ¿Qué fuerza misteriosa me impulsa a dejar que mis pensamientos se derramen sobre el papel, como un río que busca su cauce entre las piedras del silencio?
Quizás sea porque escribir es una forma de liberación, un intento de ordenar el caos interior, de capturar la esencia de lo que escapa, de darle nombre a lo que duele o a lo que brilla fugazmente. Es un acto de resistencia ante el olvido, es mi manera de darle sentido a la vida, a la muerte, a la alegría y al desconsuelo. Escribir es, para mí, un modo de respirar cuando el aire escasea.
Nací en Planeta Rica – Córdoba, un municipio del Caribe colombiano que, aunque queda un poco lejos del mar, respira con el espíritu del trópico. Su gente vive con el corazón abierto con esa manera tan nuestra de enfrentar la vida entre el humor y la esperanza. Crecí hasta los doce años entre los corregimientos de Campo Bello y Pica Pica, lugares donde el tiempo parece tener otro ritmo y donde cada amanecer tiene el color de la esperanza.
Allí estaba rodeado de ganado y aves de corral, del canto de los pájaros, de cultivos y vegetación abundante. Los caminos eran de polvo en verano y de barro en invierno, en medio de la brisa cálida de los atardeceres encendidos y rojizos, acompañados por los sonidos mágicos de la naturaleza. La finca de mis padres fue mi primera escuela: allí aprendí a observar. Fui un niño curioso, capaz de asombrarse ante cualquier fenómeno natural, de encontrar poesía en la forma en que el viento jugaba con los cultivos, o en el rumor del río San Jorge y la quebrada San Jerónimo que me hacían delirar de emoción con sus corrientes cantarinas.
En ese entorno sencillo y vasto los campesinos fueron mis primeros maestros. De ellos aprendí una sabiduría que no se enseña en los libros: la del silencio, la paciencia, el respeto por la tierra. Me enseñaron que la palabra tiene peso, que una promesa es ley, y que trabajar con las manos no impide soñar con el alma. Sus conversaciones al atardecer, entre el humo del fogón y el aroma del café, eran lecciones de vida disfrazadas de cuentos. Cada historia tenía raíces y cada risa era una forma de esperanza.
Mis primeras experiencias con la lectura fueron un milagro de la imaginación. Antes de conocer la literatura formal conocí los mundos del papel barato y las ilustraciones heroicas. Los cómics y revistas vaqueras fueron mi portal al infinito, con ellos descubrí que el hombre podía volverse héroe, que la justicia podía tener un sombrero y una estrella en el pecho, que el valor podía cabalgar entre el polvo del desierto. Kalimán me enseñó la fuerza del pensamiento; Águila Solitaria, el coraje de la soledad y Arandú, la sabiduría del guerrero que defiende su selva y su gente. A través de ellos comprendí que la palabra era más poderosa que la espada y que imaginar era una forma de libertad.
Luego vinieron los autores de las revistas vaqueras: Silver Kane, Marcial Lafuente, Gordon Lumas, Clark Carrados, Keith Luger. Ellos me enseñaron el arte del suspenso, el ritmo de la acción y la intensidad del diálogo. Sus historias, leídas a la luz temblorosa de las lámparas de petróleo, me formaron el oído narrativo y el gusto por las emociones bien contadas.
Porque la falta de luz eléctrica nunca fue una excusa; por el contrario, las lámparas de petróleo brillaban más: su luz tibia hacía que las sombras cobraran vida, que los héroes de papel se movieran en las paredes, que las palabras se convirtieran en destellos. Bajo esa penumbra nacieron mis primeros sueños de narrador, allí aprendí que la oscuridad también puede ser una maestra luminosa.
Más tarde llegaron los autores de la literatura universal, y cada uno me dejó una huella distinta. Gabriel García Márquez me enseñó que lo real puede ser tan mágico como un sueño y que el Caribe cabe entero en una frase. Julio Verne me mostró que la imaginación también es un viaje, y que la ciencia puede ser una forma de poesía. José Eustasio Rivera me reveló que el hombre, como la selva guarda dentro de sí la lucha entre la belleza y la barbarie. Jorge Isaac me regaló la pureza del amor ideal y el valor de la ternura tan necesaria en un mundo áspero. Ernesto Sábato me hizo descender a mis sombras, a entender que escribir también es mirarse en el abismo. Miguel de Cervantes me enseñó que la locura puede ser una forma de sabiduría, que los soñadores son los verdaderos cuerdos del mundo. Y Pablo Neruda me mostró que la palabra puede oler a mar, a pan, a vino, que la poesía puede nacer de lo cotidiano y elevarse hasta lo eterno.
Todo eso desarrolló mi imaginación, consolidó mi amor por la lectura y por la investigación, sin ser escritor, pero con la entrega de quien ha descubierto un fuego que no se apaga. Porque en el fondo, escribo porque soy yo, porque siento y porque no puedo dejar de hacerlo aunque lo he intentado.
El río San Jorge y la quebrada San Jerónimo eran mis escenarios de asombro: su rumor constante me enseñó que todo fluye, que toda corriente busca su destino. La cercanía con los campesinos me reveló la sabiduría sencilla de quienes viven de la tierra y la honran con el sudor. En medio del trabajo y las historias junto al fogón nació mi fascinación por los relatos y por las palabras que guardan memoria.
Mi padre me inculcó tres pasiones que me acompañan hasta hoy: la lectura, los deportes y la música. Con él aprendí a amar el fútbol y el ciclismo, que me enseñaron el valor del esfuerzo y la disciplina, pero también el arte de disfrutar la vida en movimiento. Y me transmitió, sobre todo, el amor por la música del Caribe colombiano: el vallenato, el porro, la cumbia, el bullerengue. Él siempre fue admirador de los grandes juglares: Alejandro Durán, Luis Enrique Martínez, Abel Antonio Villa, Enrique Díaz, Miguel Emiro Naranjo, Lucy González , «La Niña» Emilia, Juancho Polo, Alfredo Gutiérrez, Emiliano Zuleta, Leandro Díaz, Rafael Escalona, Pablo Flórez y tantos otros que, con su canto, sembraron poesía en el alma del pueblo. De esa herencia nace también mi impulso por escribir sobre ellos, sobre nuestra música, nuestras raíces, los vinos y sabores porque todo eso hace parte de mi oficio y de mi vida.
Mi padre me enseñó que la cultura no es un lujo sino una forma de dignidad. Y que hablar de un buen vallenato, de un vino o de un gol bien hecho, puede ser también una manera de escribir poesía.
En aquellos años la falta de luz eléctrica nos acercaba a otra forma de maravilla: la radio. Frente a ella aprendí a imaginar. “Ver la radio” fue mi primera forma de escribir con los sentidos: creaba imágenes con las voces, rostros con los sonidos, emociones con los silencios.
No tengo formación profesional en literatura ni en escritura. Soy un hombre empírico, un autodidacta de la palabra. No aprendí entre pupitres ni bajo la guía de un profesor de letras, sino en las aulas del mundo, en el vaivén de la vida misma. He aprendido escuchando el murmullo de la calle, observando la nobleza de lo simple, leyendo sin pretensiones y escribiendo sin miedo. Mis verdaderos maestros han sido el amor, la nostalgia, la música, el silencio y el paso del tiempo.
No escribo desde la técnica, sino desde la intuición; no desde la teoría, sino desde la emoción. Escribo como quien conversa con su sombra o con su propia historia. A veces las palabras habladas me resultan más pesadas que las escritas. Frente al papel, o frente a una pantalla, encuentro refugio: allí mi voz no tiembla, allí puedo pensar en calma y reconciliarme con mis pensamientos.
He vivido treinta y un años de los cincuenta y uno que tengo en Bogotá, la fría capital que me adoptó sin apagar el fuego costeño que me habita. Allí, entre el ruido y la prisa, fue donde aprendí a escribir con más constancia, quizás para no perder el hilo de mi origen, quizás para que el Caribe siguiera vivo en mi interior. Porque aunque vivo lejos del mar, el río y la quebrada, ellos me siguen por dentro: están en mis recuerdos, en mi acento, en la forma en que nombro el mundo.
Mi oficina es un lugar poco habitual: el TransMilenio, ese río de metal que atraviesa la ciudad. Allí, entre el bullicio y la marea humana, encuentro el ritmo perfecto para escribir. Es mi taller en movimiento. Escribo mientras el paisaje cambia y las estaciones se suceden como capítulos de una novela interminable. El vaivén del bus es mi metrónomo; el murmullo de la gente, mi fuente de inspiración.
Y cuando llego a mi sitio de trabajo, el restaurante El Viejo Bandoneón, la escritura no se detiene: se transforma. Allí, entre aromas y copas, aprendo cada día que atender a un cliente también es un arte. Sugerir un plato o un vino se parece mucho a escribir: en ambos casos uno intenta ofrecer una experiencia, despertar los sentidos, dejar una huella. Un buen vino, como un buen texto, debe tener cuerpo, ritmo y carácter; debe empezar suave, luego sorprender, y finalmente dejar un recuerdo que perdure.
Aunque no soy músico, me apasiona analizar las letras de las canciones. Las escucho con detenimiento, las desarmo y las vuelvo a armar para entender lo que me transmiten. Las califico según la hondura que dejan, según la emoción o la verdad que encierran. En cada letra encuentro una historia, una intención, una mirada sobre el mundo que me inspira o me conmueve.
En mi niñez y adolescencia practiqué fútbol, ya no lo hago; sin embargo, sigo leyendo el juego desde mi propia óptica. Observo la táctica como si fuera un texto, la jugada como si fuera una frase bien construida, el gol como una metáfora que estalla en belleza. Lo mismo me ocurre con otros deportes, como el ciclismo, que admiro por su esfuerzo silencioso, por esa épica del pedal que combina soledad y resistencia. Todo eso, al final, también es literatura en movimiento.
He escrito sobre cultores de la música del Caribe colombiano: algunos ampliamente reconocidos, otros menos conocidos, pero todos valiosos. Mi pluma los busca, los enaltece, los devuelve al lugar que merecen. Es mi forma de rendir tributo a quienes, con su canto, mantienen viva la memoria cultural de nuestra tierra.
Así que escribo, no porque me considere un escritor, sino porque soy un hombre que siente, que observa, que reflexiona y recuerda. Escribo porque la vida me desborda y necesito ponerla en palabras. Porque a veces solo al escribir entiendo lo que vivo.
Y si me preguntan: ¿por qué escribes sin ser escritor?, responderé con calma, con la serenidad de quien ha encontrado su verdad:
Escribo porque soy movimiento y pensamiento; porque, como en el fútbol, cada palabra es un pase que busca destino, una jugada que nace del corazón. Porque escribir, al igual que vivir, es no dejar que la pelota del alma se quede quieta.
«La cultura es la memoria del pueblo, la conciencia colectiva de la continuidad histórica, el modo de pensar y vivir»: Milan Kundera (escritor, dramaturgo, ensayista y poeta checo)
Por Ramiro Elías Álvarez Mercado
En la vasta y palpitante geografía del Caribe colombiano, donde los vientos arrullan con cantos antiguos y el sol dora las raíces de la tierra, hay almas que no solo habitan el arte: lo respiran, lo encarnan, lo hacen carne viva. Una de esas almas luminosas es la de Tomás Martínez Montenegro: caminante de la palabra y del ritmo, sembrador de memoria, tejedor de identidades.
Escritor apasionado, investigador cultural incansable, compositor de música vallenata y de otros aires del trópico; pero más allá de los títulos, es un hombre que escucha el murmullo del pasado y lo transforma en canto.
Su obra, más que una expresión individual, es un puente de tierra y tiempo, un eco que enlaza generaciones con un hilo invisible pero poderoso: el de la tradición viva.
No fue el azar quien lo bautizó con ese nombre curioso y entrañable: “El Curucutiador”. No lo define un diccionario, sino el alma popular, que reconoce en él a quien husmea entre las raíces, al que curiosea en los pliegues de la historia, al que busca con hambre tierna y terquedad poética lo que otros dejan pasar. «Curucutear», en su universo, es más que mirar: es descubrir, es escarbar en el silencio para encontrar voces. Si le das una palabra, te devuelve un relato; si le das una pausa, te escribe un poema. Tiene el espíritu de un gato curioso y el corazón de un niño que aún no se resigna al olvido.
Nació un domingo, el 8 de marzo de 1981, como si el calendario mismo le hiciera un guiño al arte y a la sensibilidad. Fue en el Hospital Santander Herrera de Pivijay, Magdalena, donde el Caribe colombiano canta bajito en los patios y las madres aún acunan con coplas. Pero su verdadera infancia, la que se escribe con mayúsculas en el alma, transcurrió entre las calles polvorientas del corregimiento de Sabanas, en el municipio de El Piñón. Allí vivió hasta los once años, entre juegos de tierra, cantos de grillos, lluvias dulces y la brisa cómplice que le hablaba al oído.
Fue el primogénito del amor sencillo y profundo de Cira María Montenegro Cantillo y José del Carmen Martínez de la Cruz, campesinos de manos callosas y corazón abierto, sembradores de vida que supieron enseñar, con su ejemplo silencioso, el valor de la tierra, la dignidad del trabajo, el milagro cotidiano del maíz que florece. En ese hogar de afectos humildes y raíces hondas, Tomás aprendió a escuchar el lenguaje secreto del mundo.
Su primer contacto con las letras fue en la escuela Las Vásquez, llamada así por el apellido de sus fundadoras. Allí, entre pupitres sencillos y pizarras de tiza, comenzó su travesía por el abecedario de la vida. Fue también el lugar donde despertó su amor por la lectura, la investigación y los cantos vallenatos que ya vibraban en su sangre gracias a su padre, ferviente seguidor de Los Hermanos Zuleta. Aquella música que brotaba de las casetas y los radiotransistores no era solo melodía: era historia viva, poesía campesina, mapa del alma costeña.
Cursó hasta cuarto de primaria en la Escuela Rural Mixta de Sabanas, donde guarda un recuerdo especial de la profesora Emma Pizarro, maestra de las que dejan huella, a quien aún conserva en su afecto y memoria. Luego, su camino lo llevó de regreso a Pivijay, donde culminó el quinto grado en la Escuela Urbana de Varones No. 1, y más tarde la secundaria en el Colegio Nacional de Bachillerato (hoy Liceo Pivijay), donde no tardó en destacarse por su inteligencia aguda y sensibilidad singular.
Pero Tomás no es solo un académico ni un artista de libreta. Es un curador de lo intangible, un cronista de lo que se siente más que de lo que se dice. A la par de su formación profesional, ha dedicado su vida a escribir, componer, investigar y preservar la cultura costeña, esa herencia mestiza y luminosa que habita en cada esquina del Caribe. Sus raíces campesinas no son un recuerdo, son el faro que guía su palabra. El contacto íntimo con la naturaleza, con la sencillez de la vida rural, con los silencios que también narran, ha sido la savia que nutre sus libros, sus canciones, su mirada.
El vallenato, más que música, ha sido para él una forma de estar en el mundo. Desde niño, esas letras cargadas de historia y envueltas en melodías que saben a campo y a calle le marcaron el alma. De esa pasión nació el compositor que hoy habita en él. Sus canciones no son artificios: son ventanas abiertas al alma popular, reflejos de su gente, de su pueblo, de su infancia. Tienen el perfume del campo y el ritmo del corazón costeño. Son, como él mismo, una mezcla de tierra y cielo, de lágrima y carcajada, de pasado y presente.
Luego se traslada a la ciudad de Bucaramanga para adelantar sus estudios universitarios y se gradúa de Ingeniero Industrial, con Especialización en Gerencia de Proyectos y un MBA en Administración y Gestión de Empresas.
La llegada a la llamada «Ciudad Bonita» lo marcó profundamente porque pudo apreciar el contraste radical entre el Caribe y la región andina. El cambio geográfico, cultural y emocional le provocó tristeza y melancolía y fue precisamente ese duelo con la nostalgia lo que lo impulsó a escribir un libro sobre la cultura costeña. Para Tomás, la cultura no es solo geografía: es identidad, es herencia, es una forma de respirar el mundo.
Es entonces cuando crea la página “Cultura Costeña: palabras, dichos, costumbres y creencias”, un espacio digital de rescate, de memoria, de exaltación de lo nuestro. Su motivación: escudriñar y descifrar esas huellas culturales y paleontológicas del lenguaje y la tradición oral, que están a la vista, en el habla, el imaginario colectivo, la música y las letras. Todo ello nace de su nostalgia, sí, pero también de una voluntad profunda por preservar y dignificar la vida del pueblo.
A esto suma una intención académica: insertar fundamentos historiográficos y lingüísticos al conocimiento popular, para demostrar que la oralidad también posee valor documental y profundidad intelectual. Sostiene que cuando uno vive en un pueblo, está bajo el embrujo macondiano, y eso muchas veces no permite vislumbrar la riqueza que se tiene.
Estas y muchas más razones nos confirman que Tomás Martínez Montenegro seguirá curucutiando, porque su gente se reconoce en sus libros, en sus canciones, en sus publicaciones. Su diálogo constante con lectores y seguidores le ha permitido descubrir la mayéutica socrática: preguntar para que otros encuentren la verdad que yace en su interior. Ese ejercicio se ha convertido en una sinergia del conocimiento, gestado colectivamente, en red, desde el corazón del pueblo.
El Curucutiador aprendió a escudriñar las raíces del alma costeña, nuestra herencia bucólica y rupestre. Y aunque su arte brota de su propia sensibilidad, también es fruto de una herencia literaria: su tío materno Julio Montenegro, compositor, poeta y escritor, y sus primos Rafael Montenegro García, relator costumbrista de corte picaresco, y Nelman Montenegro López, narrador de cuentos e historias populares.
Tomás Martínez nació con el don de contar historias. Las vive, las canta, las transforma en puentes hacia la memoria colectiva. Es un escritor de raíces profundas, un investigador incansable de los saberes ancestrales, un compositor de versos que se hacen vallenato en el corazón de la gente, un creador de contenido que honra lo cotidiano, lo auténtico, lo nuestro. En cada una de sus facetas, es un guardián de la cultura, un tejedor de identidades que, con sensibilidad y amor, le da voz a las tradiciones que habitan en la entraña del Caribe colombiano.
Libros publicados: ‘Homenaje al Pueblo de la Cultura Costeña’ (Tomo 1 y 2).
En proceso: Obra lingüística e histórica con cerca de 300 expresiones raizales del dialecto Costeñol.
Relatos costumbristas e investigaciones destacadas:
Durmiendo en la iglesia de Corralviejo.
Descifrando la expresión «Apa ‘o’a» de Alejandro Durán.
Quedar con los crespos hechos: origen, usos y variantes en la cultura costeña colombiana.
Un hombre fuera de tiempo: Nelman Montenegro.
El bohemio: Manuel del Cristo Martínez de la Cruz.
Un personaje del pueblo: Augusto César Montenegro Ternera.
El Saca Muelas’ sonrisa hasta la eternidad, entre muchos más.
Canciones (grabadas e inéditas): Más de 60 composiciones; entre ellas, ‘Soy de pueblo’, ‘Amor de costumbre’, ‘La bendecida’, ‘Noche de tangas’, ‘Vallenato en gaitas’, ‘Navidad en el pueblo’, ‘El mechón’, ‘El machete’, ‘El Paso de Los Durán’, ‘El pueblo es la inspiración’, ‘El sabanero de oro’, ‘La danza del río’, entre otras joyas musicales.
Intérpretes destacados, cantantes: Daniel Camilo Baquero Romero, Carlos Alvarado Rodríguez, Horacio «El Chacho» Mora, José de la Cruz, Carlos Mario de la Cruz, José Yancy, Elías Figueroa. Acordeoneros: Eris Puentes, Xavier Kammerer Ramos, José Martín de la Cruz.
Festivales y premios:
Festival Río Grande de la Magdalena (2021) – Primer lugar en canción inédita.
Festival La Perla del Norte (2022) – Tercer lugar.
Participaciones en El Banco, Valledupar, Pivijay, Urumita, La Loma, entre otros.
Eventos literarios y publicaciones:
Antología Internacional «Entre la guerra y la paz» (2022).
Antología «Tejiendo memoria» (2021).
Feria del Libro “Déjame leer en paz” (2022) – Barrancabermeja.
Festival Autóctono III (2025) – Piedecuesta, Santander.
Tomás Martínez Montenegro es más que un nombre en las páginas del folclor, es un eco que vibra entre las palmas y el polvo del camino. Es un farol encendido en la noche del olvido. Es artesano de la palabra y de la nota, cantor de la memoria y del alma, alquimista del pasado y sembrador de futuro.
En su pluma, la cultura se hace río; en su voz, la historia canta; en su corazón, el pueblo encuentra refugio. Él no solo escribe, consagra. No solo compone, honra. No solo investiga, revela.
Escritor de la memoria viva, compositor del alma popular, investigador de los silencios heredados, gestor del espíritu comunitario y creador digital de un archivo emocional que no cabe en bibliotecas.
Tomás es verbo y raíz. Es tambor y verso. Es pueblo, es tierra, es viento, es fuego. Es Caribe que no se olvida. Es, en definitiva, el Curucutiador eterno, custodio de lo nuestro, sembrador de identidad, cantor de la verdad profunda que solo los que aman su origen logran convertir en poesía.