Por *Ramiro Elías Álvarez Mercado*
La paradoja de la creación: un ser que se expresa a través de la palabra sin haber pasado por los templos académicos de la literatura.
¿Por qué escribo, entonces? ¿Qué fuerza misteriosa me impulsa a dejar que mis pensamientos se derramen sobre el papel, como un río que busca su cauce entre las piedras del silencio?
Quizás sea porque escribir es una forma de liberación, un intento de ordenar el caos interior, de capturar la esencia de lo que escapa, de darle nombre a lo que duele o a lo que brilla fugazmente.
Es un acto de resistencia ante el olvido, es mi manera de darle sentido a la vida, a la muerte, a la alegría y al desconsuelo.
Escribir es, para mí, un modo de respirar cuando el aire escasea.
Nací en Planeta Rica – Córdoba, un municipio del Caribe colombiano que, aunque queda un poco lejos del mar, respira con el espíritu del trópico.
Su gente vive con el corazón abierto con esa manera tan nuestra de enfrentar la vida entre el humor y la esperanza.
Crecí hasta los doce años entre los corregimientos de Campo Bello y Pica Pica, lugares donde el tiempo parece tener otro ritmo y donde cada amanecer tiene el color de la esperanza.
Allí estaba rodeado de ganado y aves de corral, del canto de los pájaros, de cultivos y vegetación abundante.
Los caminos eran de polvo en verano y de barro en invierno, en medio de la brisa cálida de los atardeceres encendidos y rojizos, acompañados por los sonidos mágicos de la naturaleza.
La finca de mis padres fue mi primera escuela: allí aprendí a observar.
Fui un niño curioso, capaz de asombrarse ante cualquier fenómeno natural, de encontrar poesía en la forma en que el viento jugaba con los cultivos, o en el rumor del río San Jorge y la quebrada San Jerónimo que me hacían delirar de emoción con sus corrientes cantarinas.
En ese entorno sencillo y vasto los campesinos fueron mis primeros maestros.
De ellos aprendí una sabiduría que no se enseña en los libros: la del silencio, la paciencia, el respeto por la tierra.
Me enseñaron que la palabra tiene peso, que una promesa es ley, y que trabajar con las manos no impide soñar con el alma.
Sus conversaciones al atardecer, entre el humo del fogón y el aroma del café, eran lecciones de vida disfrazadas de cuentos.
Cada historia tenía raíces y cada risa era una forma de esperanza.
Mis primeras experiencias con la lectura fueron un milagro de la imaginación.
Antes de conocer la literatura formal conocí los mundos del papel barato y las ilustraciones heroicas.
Los cómics y revistas vaqueras fueron mi portal al infinito, con ellos descubrí que el hombre podía volverse héroe, que la justicia podía tener un sombrero y una estrella en el pecho, que el valor podía cabalgar entre el polvo del desierto.
Kalimán me enseñó la fuerza del pensamiento; Águila Solitaria, el coraje de la soledad y Arandú, la sabiduría del guerrero que defiende su selva y su gente.
A través de ellos comprendí que la palabra era más poderosa que la espada y que imaginar era una forma de libertad.
Luego vinieron los autores de las revistas vaqueras: Silver Kane, Marcial Lafuente, Gordon Lumas, Clark Carrados, Keith Luger.
Ellos me enseñaron el arte del suspenso, el ritmo de la acción y la intensidad del diálogo.
Sus historias, leídas a la luz temblorosa de las lámparas de petróleo, me formaron el oído narrativo y el gusto por las emociones bien contadas.
Porque la falta de luz eléctrica nunca fue una excusa; por el contrario, las lámparas de petróleo brillaban más: su luz tibia hacía que las sombras cobraran vida, que los héroes de papel se movieran en las paredes, que las palabras se convirtieran en destellos.
Bajo esa penumbra nacieron mis primeros sueños de narrador, allí aprendí que la oscuridad también puede ser una maestra luminosa.
Más tarde llegaron los autores de la literatura universal, y cada uno me dejó una huella distinta.
Gabriel García Márquez me enseñó que lo real puede ser tan mágico como un sueño y que el Caribe cabe entero en una frase.
Julio Verne me mostró que la imaginación también es un viaje, y que la ciencia puede ser una forma de poesía.
José Eustasio Rivera me reveló que el hombre, como la selva guarda dentro de sí la lucha entre la belleza y la barbarie.
Jorge Isaac me regaló la pureza del amor ideal y el valor de la ternura tan necesaria en un mundo áspero.
Ernesto Sábato me hizo descender a mis sombras, a entender que escribir también es mirarse en el abismo.
Miguel de Cervantes me enseñó que la locura puede ser una forma de sabiduría, que los soñadores son los verdaderos cuerdos del mundo.
Y Pablo Neruda me mostró que la palabra puede oler a mar, a pan, a vino, que la poesía puede nacer de lo cotidiano y elevarse hasta lo eterno.
Todo eso desarrolló mi imaginación, consolidó mi amor por la lectura y por la investigación, sin ser escritor, pero con la entrega de quien ha descubierto un fuego que no se apaga.
Porque en el fondo, escribo porque soy yo, porque siento y porque no puedo dejar de hacerlo aunque lo he intentado.
El río San Jorge y la quebrada San Jerónimo eran mis escenarios de asombro: su rumor constante me enseñó que todo fluye, que toda corriente busca su destino.
La cercanía con los campesinos me reveló la sabiduría sencilla de quienes viven de la tierra y la honran con el sudor.
En medio del trabajo y las historias junto al fogón nació mi fascinación por los relatos y por las palabras que guardan memoria.
Mi padre me inculcó tres pasiones que me acompañan hasta hoy: la lectura, los deportes y la música.
Con él aprendí a amar el fútbol y el ciclismo, que me enseñaron el valor del esfuerzo y la disciplina, pero también el arte de disfrutar la vida en movimiento.
Y me transmitió, sobre todo, el amor por la música del Caribe colombiano: el vallenato, el porro, la cumbia, el bullerengue.
Él siempre fue admirador de los grandes juglares: Alejandro Durán, Luis Enrique Martínez, Abel Antonio Villa, Enrique Díaz, Miguel Emiro Naranjo, Lucy González , «La Niña» Emilia, Juancho Polo, Alfredo Gutiérrez, Emiliano Zuleta, Leandro Díaz, Rafael Escalona, Pablo Flórez y tantos otros que, con su canto, sembraron poesía en el alma del pueblo.
De esa herencia nace también mi impulso por escribir sobre ellos, sobre nuestra música, nuestras raíces, los vinos y sabores porque todo eso hace parte de mi oficio y de mi vida.
Mi padre me enseñó que la cultura no es un lujo sino una forma de dignidad.
Y que hablar de un buen vallenato, de un vino o de un gol bien hecho, puede ser también una manera de escribir poesía.
En aquellos años la falta de luz eléctrica nos acercaba a otra forma de maravilla: la radio.
Frente a ella aprendí a imaginar. “Ver la radio” fue mi primera forma de escribir con los sentidos: creaba imágenes con las voces, rostros con los sonidos, emociones con los silencios.
No tengo formación profesional en literatura ni en escritura.
Soy un hombre empírico, un autodidacta de la palabra.
No aprendí entre pupitres ni bajo la guía de un profesor de letras, sino en las aulas del mundo, en el vaivén de la vida misma.
He aprendido escuchando el murmullo de la calle, observando la nobleza de lo simple, leyendo sin pretensiones y escribiendo sin miedo.
Mis verdaderos maestros han sido el amor, la nostalgia, la música, el silencio y el paso del tiempo.
No escribo desde la técnica, sino desde la intuición; no desde la teoría, sino desde la emoción.
Escribo como quien conversa con su sombra o con su propia historia.
A veces las palabras habladas me resultan más pesadas que las escritas.
Frente al papel, o frente a una pantalla, encuentro refugio: allí mi voz no tiembla, allí puedo pensar en calma y reconciliarme con mis pensamientos.
He vivido treinta y un años de los cincuenta y uno que tengo en Bogotá, la fría capital que me adoptó sin apagar el fuego costeño que me habita.
Allí, entre el ruido y la prisa, fue donde aprendí a escribir con más constancia, quizás para no perder el hilo de mi origen, quizás para que el Caribe siguiera vivo en mi interior.
Porque aunque vivo lejos del mar, el río y la quebrada, ellos me siguen por dentro: están en mis recuerdos, en mi acento, en la forma en que nombro el mundo.
Mi oficina es un lugar poco habitual: el TransMilenio, ese río de metal que atraviesa la ciudad.
Allí, entre el bullicio y la marea humana, encuentro el ritmo perfecto para escribir.
Es mi taller en movimiento. Escribo mientras el paisaje cambia y las estaciones se suceden como capítulos de una novela interminable.
El vaivén del bus es mi metrónomo; el murmullo de la gente, mi fuente de inspiración.
Y cuando llego a mi sitio de trabajo, el restaurante El Viejo Bandoneón, la escritura no se detiene: se transforma.
Allí, entre aromas y copas, aprendo cada día que atender a un cliente también es un arte.
Sugerir un plato o un vino se parece mucho a escribir: en ambos casos uno intenta ofrecer una experiencia, despertar los sentidos, dejar una huella.
Un buen vino, como un buen texto, debe tener cuerpo, ritmo y carácter; debe empezar suave, luego sorprender, y finalmente dejar un recuerdo que perdure.
Aunque no soy músico, me apasiona analizar las letras de las canciones.
Las escucho con detenimiento, las desarmo y las vuelvo a armar para entender lo que me transmiten.
Las califico según la hondura que dejan, según la emoción o la verdad que encierran.
En cada letra encuentro una historia, una intención, una mirada sobre el mundo que me inspira o me conmueve.
En mi niñez y adolescencia practiqué fútbol, ya no lo hago; sin embargo, sigo leyendo el juego desde mi propia óptica.
Observo la táctica como si fuera un texto, la jugada como si fuera una frase bien construida, el gol como una metáfora que estalla en belleza.
Lo mismo me ocurre con otros deportes, como el ciclismo, que admiro por su esfuerzo silencioso, por esa épica del pedal que combina soledad y resistencia.
Todo eso, al final, también es literatura en movimiento.
He escrito sobre cultores de la música del Caribe colombiano: algunos ampliamente reconocidos, otros menos conocidos, pero todos valiosos.
Mi pluma los busca, los enaltece, los devuelve al lugar que merecen.
Es mi forma de rendir tributo a quienes, con su canto, mantienen viva la memoria cultural de nuestra tierra.
Así que escribo, no porque me considere un escritor, sino porque soy un hombre que siente, que observa, que reflexiona y recuerda.
Escribo porque la vida me desborda y necesito ponerla en palabras.
Porque a veces solo al escribir entiendo lo que vivo.
Y si me preguntan: ¿por qué escribes sin ser escritor?, responderé con calma, con la serenidad de quien ha encontrado su verdad:
Escribo porque soy movimiento y pensamiento; porque, como en el fútbol, cada palabra es un pase que busca destino, una jugada que nace del corazón.
Porque escribir, al igual que vivir, es no dejar que la pelota del alma se quede quieta.
Atentamente,
*Ramiro Elías Álvarez Mercado*
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Omar Geles, el hijo que desde niño regaló alegrías
Por Juan Rincón Vanegas
@juanrinconv
Estar cerca a la mujer que llora por ratos, pero no demora en reír por los recuerdos felices de su hijo Omar Antonio Geles Suárez, es algo que desborda el sentimiento. Es palpar el amor de una madre tocada por la bondad de Dios y paseándose por aquella época donde las dificultades eran el pan de cada día.
Ella es Hilda Suárez Castilla, nacida hace 88 años en Mahates, Bolívar, la cual con fe y esperanza nunca claudicó ante las adversidades. Al contrario, soñó con vivir la vida siendo toda una reina premiada con cantos.
Precisamente, su hijo le regaló no uno sino dos, siendo el titulado ‘Los caminos de la vida’, el cual tuvo la mayor fuerza del amor maternal y las vivencias unidas al corazón que continúa recorriendo el mundo en 34 versiones, siendo la primera grabada por Los Diablitos (Jesús Manuel Estrada y Omar Geles) en el año 1993.
Hilda Suárez, La mujer más dichosa del mundo, como lo señala, de esta manera recuerda aquella historia. “Cuando escuché la canción lloré, porque en pocos minutos Omar contó el trabajo que pasé para criar a mis hijos. Respecto a la ausencia del papá, lo dejé porque quería tener dos mujeres y así no era. Por eso luché para sacarlos adelante y hoy tengo unos hijos agradecidos. Esa canción le ha dado la vuelta al mundo. Es un tanganazo”.
Se quedó reflexionando y después comentó. “Imagínese que un presidente de México, no me acuerdo el nombre (Andrés Manuel López Obrador), en pleno discurso que pasó la televisión, pidió que le pusieran la canción ‘Los caminos de la vida’, porque era un ejemplo de salir adelante, así las cosas no estuvieran bien”.
Esa canción la compuso Omar Geles en el año 1992 al recordar las dificultades de la niñez donde su mamá era la heroína valiente, trabajadora y capaz, cuyo propósito era sacar adelante a su familia. La canción logró meterse en el alma de todos hasta convertirse en himno universal.
De esa dimensión es Hilda Suárez, la mujer quien no olvida los tropiezos donde no se podían aumentar los sueños a la carrera, tampoco vencer el desaliento al tener el viento en contra, pero sacó fuerzas de voluntad y al final cantó victoria.
Ella de esa manera aportó la mejor estrofa para que su hijo Omar, hiciera la célebre canción valorando la belleza de las cosas simples y siendo la mamá que construyó su destino con bases sólidas. Ahora, para ella los días son eternos teniendo que vivir noches acompañada de penas, sabiendo que la vida es una posada en el camino.
El compositor
“El pensamiento de mi hijo eran letras y música, por eso hizo cantidad de canciones. Era un genio”. En eso enmarcó Hilda Suárez, al Rey Vallenato del año 1989, dando cuenta de horas y horas concentrado en su oficio. “Cuando estaba en eso no le gustaba que lo molestaran porque le interrumpían la inspiración. El amor por el vallenato fue eterno y eso le sirvió para destacarse en su arte”. Ella, recalcaba sus palabras para que quedaran dos veces en la grabación.
De un momento a otro cambió de tema y al ver el afiche promocional del 58° Festival de la Leyenda Vallenata en homenaje a su hijo, se puso triste y lloró. “No me acostumbro a su ausencia. Es algo dificil porque significó mucho para mí por sus múltiples detalles. Me decía palabras lindas, me abrazaba, me daba la comida en la boca y como yo me dedico a hacer pasteles, me propuso que los vendiera más caros. La idea era ponerle una presa de carne más grande. Pasaron de 15 a 20 mil pesos, y se venden bastante”.
En un momento el silencio escondió la charla dentro del entorno de las añoranzas porque Omar Geles logró con pasión sus objetivos, comenzando como acordeonero, después compositor y finalizó como cantante. Luchó y ganó con determinación, recibiendo los aplausos necesarios para perpetuarse en el folclor. Después a ella, la felicidad al hablar de su hijo le iluminó el rostro.
Durante el diálogo narró una anécdota cuando su hijo siendo muy niño hizo una presentación en el Festival de la Leyenda Vallenata. “Omar tenía como seis años y subió a la tarima a tocar su acordeón. Entre los invitados estaba la cantante Claudia de Colombia. Ella al verlo tocar se emocionó. Después, un periodista le preguntó sobre lo mejor que había visto en el festival. Enseguida dijo que un pelao negrito la sorprendió tocando su acordeón”.
También contó sobre el hecho de Omar Geles aprender a tocar acordeón fue una bendición de Dios. “Esa historia es conocida cuando Roberto (Geles), le compró un acordeón a su hijo Juan Manuel, pero no quiso aprender a tocarla, en cambio Omar se enamoró de inmediato de ella y vea donde llegó. Dice el dicho, que al que le van a dar le guardan”.
Amor de madre
Al final Omar Geles la hizo protagonista de una nueva canción que tituló, ‘Lo que vivió mamá’, donde nuevamente cantó la realidad. “Hoy recuerdo cuando a mi mamá le cortaban los servicios, y salía con un balde a buscar agua donde los vecinos, y algunos le decían que no. Ay, pero mi vieja berraca, le puso el pecho a la vida, al mismo tiempo fue papá y mamá, cuando se quedó solita”. Dos canciones que encierran el amor hacía una madre, de ese hijo que le regaló alegrías desde niño.
Cuando se iban agotando las palabras, Hilda Suárez regaló una frase de esas que dicta el alma cuando el corazón está en línea recta. “Hijos, hijas, por favor quieran a sus madres, porque ellas siempre están llenas de ternura y nunca se cansan de amar”… Ella se quedó meditando y agradeciéndole a Dios porque le regaló a ese hijo, quien hasta sus últimos días la acompañó por los caminos de la vida donde quedaron cientos de huellas que marcaron la dirección correcta.



MIGUEL AURELIO VEGA GÁMEZ, UN EXCELENTE EBANISTA SANJUANERO.
Por Alcibiades Nuñez.
Miguel Aurelio Vega Gámez, fue un excelente sanjuanero, trabajador, desde pequeño dijo lo que iba a ser, un hombre con un talento en el campo de la carpintería y la ebanistería ya que él y sus familiares trabajaban arduamente en su taller, allí fabricaban puertas, ventanas, marcos, escaparate, bifet, muebles de cocina y carrocerías de toyotas, Ford 350 y camiones.
Miguel Aurelio, nació en San Juan del Cesar, el 14 de junio de 1924, casado con la señora Berta Ibarra de cuya unión nacieron Carmen Cecilia, José Miguel “Chemigue”, Iván Enrique, Armando (QEPD), Prospero, Omar, Aldemaro, Fredy, Janeth y Delcy.

Al señor Vega Gámez, se inició en la carpintería y ebanistería desde muy temprana edad ya que trabajaba estos saberes en un taller de su hermana Zenobia Vega Gámez, ubicado en la calle del embudo frente al Club de leones Monarca, allí trabajaba la madrea con herramientas antiguas y rudimentarias, una vez que era un experto en estas artes decide mudarse a su propia casa, en el año 1977, allí establece su propio taller, el cual es renovado con maquinarias y equipos modernos como maquinarias eléctricas, sierras canteadoras, tornos, taladros y cortadoras eléctricas, sus hijos la mayoría aprendieron de su padre el arte de labrar y pulir la madera, pero hay dos de ellos que lograron la experticia y la experiencia de la carpintería y la ebanistería, ellos son Armando y Chemigue, un nieto también ejerce esta profesión es Esneider vega Moscote, quienes les prestan el servicio de carpintería y la ebanistería a todos los barrios de San Juan del Cesar incluyendo el Norte, Padilla o la callecita.

Muchos Sanjuaneros, residentes en el sector norte, barrio 20 de julio, la calle 10, la callecita, calle del embudo y Félix Arias, siempre acudían a comprar y arreglar sus muebles y enseres donde el señor Miguel, también acudían a el las familias pudientes del municipio como Lacouture, Gutiérrez, Giovannetty, Daza, Cabas, Calderón, Mendoza, igualmente lo contrataban de la Alcaldía de San Juan del Cesar, el Instituto Colombiano de Bienestar familiar, El Hospital San Rafael, la secretaria de Educación del departamento de la Guajira, a la cual le fabrico y reparó muchos pupitres y muebles para las instituciones educativas de los 15 municipios del departamento de la Guajira.
El señor Miguel Aurelio y su familia, atendían muy bien a sus clientes con un buen trato, con amabilidad, entusiasmo y alegría, les brindaban confianza, ellos les vendían a sus clientes en efectivo y a crédito, esto les permitía tener una abundante clientela ya que en el municipio había otros talleres que solo vendían de contado
El señor Miguel y la señora Berta, una pareja de emprendedores y aspirantes que dieron una excelente educación y crianza a sus hijos, todos realizaron los estudios de Básica primaria en San Juan del Cesar y la Educación Básica Secundaria y técnica en San Juan del Cesar en la Instituciones Educativa El Carmelo y La Normal Superior, luego de lograr los estudios de Bachillerato envió a su hijo menor Aldemaro a barranquilla, donde estudió Licenciado en Ciencias Sociales, y especialista en Gestión y Administración Educativa en la Universidad de Atlántico, sus hijos Omar, Fredy y Prospero son operadores de maquinarias pesada en la multinacional Cerrejón.
Como podemos ver esta pareja se preocupó por educar a sus hijos, los cuales han salido adelante, gracias al empeño de Miguel y Berta, sus 60 nietos han estudiado en varias universidades y ostentan el titulo de ingeniero civil, Medicina General, Bacteriología, Ingeniero Mecánico, Abogado, Docente, psicólogo, Enfermera Superior, Fisioterapeuta, Técnico de Minas, Ingeniero Ambiental, Farmaceuta, Ingeniero Industrial.
Por lo anterior decimos que Miguel Aurelio Vega Gámez, fue un excelente ebanista sanjuanero.
Alberto Jamaica Larrotta: ¡El Pollo Cachaco!
«La suerte es lo que ocurre cuando la preparación coincide con la oportunidad»: Lucio Anneo Séneca (filósofo, político, orador y escritor romano).
Por *Ramiro Elías Álvarez Mercado*.
La música se caracteriza por tener un poder transformador y no sólo como una forma de arte, también es una fuerza que enriquece todos los aspectos de la vida; para algunos estudiosos del tema, la música tiene una capacidad, incluso para curar heridas emocionales, psicológicas o espirituales de una forma que ni la medicina puede.
En esta ocasión voy a referirme a un hombre que encontró en la música un desahogo emocional y sentimental que lo llevó a convertirse en acordeonista de la música vallenata: Alberto Jamaica Larrotta, quien nació el sábado 3 de abril del año 1965 en el barrio Belén Egipto de la ciudad de Bogotá, capital colombiana. Llegó a este mundo en el hogar conformado por María del Rosario Larrotta y Pedro Antonio Jamaica, ella una ama de casa y él un albañil, una pareja humilde, trabajadora y de buenas costumbres descendientes de boyacenses, que se encargaron de darle una buena educación, rodeada de mucho amor, cariño y ternura, pero al mismo tiempo con normas, con las que le inculcaron el buen comportamiento a «Beto», como cariñosamente fue llamado desde los pocos días de nacido, y al resto de sus hermanos.
Realizó sus estudios primarios en el colegio Alexander Graham Bell de la ETB (Empresa de Teléfonos de Bogotá) y luego ingresa al Instituto de Renovación Educativa donde alcanza a hacer cuatro años de secundaria, estudios que interrumpió por el embarazo de su primera novia, suceso que lo llevó a hacerse cargo de un hogar a muy temprana edad.
Este bogotano siempre tuvo un gusto especial por la música, de ahí que su sueño fue ser cantante de baladas románticas, género musical en el cual se inició a muy temprana edad, escuchando a sus progenitores y hermanos mayores, quienes eran aficionados y seguidores de artistas consagrados de esta expresión musical, tales como: Nino Bravo, Yaco Monti, Nicola di Bari, Roberto Carlos, José Luis Perales, Rafael, entre otras figuras orbitales, que hicieron parte de la banda sonora de su humilde morada. Y de esa forma comienza a destacarse en las clases lúdicas de su colegio y reuniones familiares, animando y complaciendo a las personas de su entorno, quienes lo apoyaban, ovacionaban y aplaudían, algo por lo que se sentía feliz y complacido.
El pequeño «Beto» siempre fue inquieto en cuestiones musicales y con el pasar de los años, por medio de las emisoras radiales que se escuchaban en la fría capital, empezó a escuchar e interesarse por otro tipo de género musical, que era desconocido para él hasta ese momento: la música vallenata, artistas como Guillermo Buitrago, Alfredo Gutiérrez, Bovea y sus Vallenatos, agrupación en la que se destacaba como vocalista el maestro Alberto Fernández Mindiola, quien se convirtió en un ídolo para Jamaica por la cadencia y la forma tan sentida que tenía para interpretar los cantos vallenatos en guitarra, lo mismo que la decana de las agrupaciones de música tropical en Colombia, Los Corraleros de Majagual que en su formato también incluían algunos vallenatos; es decir, que su gusto musical tuvo un giro sustancial y se dedicó a conocer y explorar esta otra musica, y en esas andanzas conoció a un joven que interpretaba el acordeón llamado Wilson Ibarra y con él conformaron un pequeño conjunto con el que se dieron a conocer en tabernas, bares y fiestas privadas, en donde «Beto» cantaba.
El filósofo alemán Arthur Schopenhauer dijo: «El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos» y fue precisamente el destino quien tenía deparado otra cosa en la naciente carrera musical y artística de Jamaica, debido a que el joven acordeonista de la agrupación tenía serios problemas de medida, cuando tocaba solo se defendía con el instrumento arrugado, pero cuando acompañaba al vocalista se le complicaba ejecutar bajo un patrón de percusión; es decir, se adelantaba, se quedaba y eso hacía que se atravesara, entonces fue en ese momento cuando Jamaica Larrotta «jugó las cartas» y tratando de corregir a su compañero de fórmula se interesó y aprendió a interpretar algunas canciones vallenatas de manera elemental en el acordeón, ya para esa época contaba con 20 años de edad pero sin imaginar que terminaría siendo acordeonista de la música vallenata.
Como dice el viejo adagio «al que le van a dar le guardan», su compañero Wilson quien hasta ese momento era el acordeonista del conjunto le toca trasladarse de Bogotá a Cúcuta y luego hacia el país vecino de Venezuela, a raíz de la separación matrimonial de sus padres, y es en ese momento cuando el señor José Arnaldo Pedraza, exciclista y dueño de un almacén de elementos de sonido en el que vendía bafles, parlantes, equipos y quien también ejecutaba acordeón, tenía una agrupación aficionada, con la que interpretaban no solo música vallenata, sino también otras expresiones musicales del Caribe colombiano, sobretodo éxitos de los Corraleros de Majagual. El señor Pedraza decide darle la oportunidad de formar parte de la agrupación como cantante y a ratos como guacharaquero, instrumento que había aprendido a tocar de manera empírica años antes escuchando canciones vallenatas en la radio y las seguía con este instrumento de fricción.
Alberto Jamaica siempre que tenía la oportunidad le sacaba melodías al acordeón e interpretaba las pocas canciones que se había aprendido con el instrumento de su excompañero de agrupación y amigo Wilson Ibarra y en un ensayo con su nuevo grupo cogió sin permiso el acordeón del señor Pedraza y comenzó a sacarle melodías, detalle que no pasó desapercibido y sorprendió gratamente al dueño del instrumento y el conjunto, quien al escucharlo le dijo de manera directa y sincera que tenía más talento para interpretar esa caja musical de pitos y bajos que como cantante, y le aconsejó que aprovechara ese potencial y lo canalizara para su bien y fue desde ese momento cuando se decide por completo a la interpretación del acordeón porque encontró en él y la música vallenata la forma de trasformar sus tristezas en alegrías y convertir este instrumento en su nuevo y mejor amigo.
Con algunos ahorros que tenía fruto de sus presentaciones y el trabajo en construcción que aprendió ayudando a su padre, compró su primer acordeón y se dedicó de lleno a estudiarlo, escuchando y practicando canciones vallenatas las cuales repetía una y otra vez, de una colección de cassettes que tenía de maestros como Alejandro Durán, Luis Enrique Martínez, Alfredo Gutiérrez, Abel Antonio Villa, Emiliano Zuleta, Nicolás «Colacho» Mendoza, Israel Romero, Ismael Rudas Mieles, entre otros, confiesa que de todos aprendió algo, razón por la cual siente un gran cariño, admiración y respeto por todos esos grandes maestros del acordeón.
Ya con una agrupación propia conformada, más repertorio y habilidades en la ejecución del acordeón, quien se convirtió en un compañero inseparable de luchas y retos, comienza su aventura musical y artística que terminó siendo su profesión y estilo de vida.
En ese trasegar musical con su acordeón al pecho en la que poco a poco se iba ganando más reconocimiento ante los ojos de propios y extraños quienes se admiraban por la forma de tocar y el amor que un hombre nacido a kilómetros del Caribe colombiano le tenía a la música vallenata que incluso sorprendía a los mismos costeños radicados en Bogotá, se ganó el apelativo de «El Pollo Cachaco» tal como se les dice a las personas provenientes del interior del país y lo de «Pollo» porque fue un título popularizado por el maestro Luis Enrique Martínez «El Pollo Vallenato» quien se destacó por su virtuosismo y versatilidad en la ejecución del acordeón.
En una taberna bogotana donde el «Pollo Cachacho» oficiaba como músico de planta conoce a un colega acordeonista nacido en Nobsa, Boyacá, Hernando Celis Cristancho, quien ya se había presentado en el Festival de La Leyenda Vallenata, categoría aficionado y había salido Rey en la misma categoría en el Festival Cuna de Acordeones en Villa Nueva, La Guajira y con él entabló una bonita y sincera amistad y es quien lo motiva diciéndole que le veía madera para presentarse en ese tipo de festivales, retándolo para ver cuál de los dos ocuparía una mejor posición en Valledupar, en representación del interior del país. Beto aceptó el reto y comienza su carrera brillante, arrancando por distintos festivales del Altiplano cundiboyacense, saliendo triunfador en varios y en otros ocupando honrosas posiciones, como en Madrid, Funza y Facatativá (Cundinamarca), Nobsa y Zipaquirá (Boyacá).
Graba por primera vez unos covers en el año 1991 con el cantante William Bejarano, donde incluyeron los clásicos: ‘Sin medir distancia’, ‘Esa», ‘Cómo le pago a mi Dios’, ‘Muero con mi arte’ y un merengue inédito titulado ‘El enamorado’.
Realiza una segunda grabación con Gregorio Herrera, posteriormente con el cantante sincelejano Plinio Lugo. Luego de haberse curtido, preparado, obteniendo bagaje y experiencia en estos festivales y en el campo de la grabación se inscribe en Valledupar con su amigo, colega y retador Hernando Celis, en la categoría aficionado donde ocupó un decoroso octavo puesto y su amigo el catorce y desde ese momento se afianzan más los lazos de hermandad entre ellos. Celis se convirtió en un apoyo incondicional en todos los aspectos en su carrera musical, hasta que un cáncer agresivo se lo llevó de este mundo terrenal.
Beto continúa aumentando su trayectoria en festivales, participando y llegando a instancias finales en el Cuna de Acordeones de Villanueva, La Guajira y en el Festival de Acordeones del Río Grande de la Magdalena en Barrancabermeja, Santander.
«El Pollo Cachaco» sostiene que siempre vivirá agradecido de su colega y amigo del alma Hernando Celis, porque fue quien le abrió la trocha como acordeonista del interior del país en los festivales.
Jamaica Larrotta siempre fue un hombre que perseveró y luchó para ganarse un espacio en este competitivo, y por qué no decirlo, regionalista mundo de la música vallenata, donde después de trece intentos y habiendo logrado varias semifinales y una final se corona Rey Vallenato profesional en el año 2006, partiendo en dos la historia del Festival de la Leyenda Vallenata, al convertirse en el primer acordeonista no nacido en el Caribe colombiano en llevarse tan codiciado galardón y con esto honrar la memoria de su colega y hermano de vida.
Los temas que interpretó en la final fueron ‘Luz Mila’ (Paseo) de la autoría de Poncho Zuleta; El Libre’ (Merengue) de Camilo Namén;
‘Amores con mi acordeón’ (Son) de Iván Gil Molina y ‘Toca cachaco’ (Puya) de José Triana.
Alberto Jamaica también se ha destacado en otras facetas musicales como: director, productor, arreglista, compositor, segunda voz, ha participado aproximadamente en setenta grabaciones, fue el encargado de interpretar toda la música en la bionovela «Diomedes Díaz, El Cacique de La Junta» donde tocó alrededor de doscientas canciones, emulando el estilo de los diferentes acordeonistas que acompañaron al gran Diomedes Díaz en su exitosa y fructífera carrera musical, ganando el premio Tv y Novelas a la mejor banda sonora de telenovelas.
Dentro de su carrera musical se destacan grabaciones con Jairo Serrano, Ivo Díaz, Pablo Atuesta, Otto Serge, Edgar Fernández, asimismo con orquestas reconocidas como: Los Alfa Ocho, Los Tupamaros, Los Ocho de Colombia, César Mora y su orquesta María Canela, Carolina Sabino, la agrupación Baracutanga de Nuevo México.
Condecorado dos veces por el Congreso de la República con la orden «Gran Caballero», por su aporte a la música y a la cultura colombiana, se ha paseado por distintos lugares del mundo dejando en alto el nombre de Colombia con un lenguaje musical y folclórico en escenarios de Londres, Canadá, Malasia, Seúl, Sydney, Texas, Nueva York, San José de Costa Rica, Caracas y muchos sitios más.
Como productor musical trabajó con la cantante Guadalupe Mendoza conocida artísticamente como «Lupita Mendoza», nacida en Chihuahua, México y radicada en EEUU, una producción de trece canciones donde hizo los arreglos musicales de cumbia mexicana, bolero, balada, una cumbia de su autoría y un porro del maestro Romualdo Luis Brito López, temas acompañados con su acordeón bendito.
Beto Jamaica es un caudal musical que siempre está activo y sigue haciendo música en sus distintas facetas, ya sea como acordeonista, productor, director, arreglista, cantante o compositor. Recientemente grabó dos temas con el cantautor Hochiminh Vanegas Bermúdez, un paseo vallenato titulado «En el senderito» y una tambora titulada «Matrona de mi tierra»; fue el productor y acordeonista de cuatro canciones de un trabajo discográfico de seis en donde canta el actual Ministro de Educación Daniel Rojas Medellín, quien se animó a grabar clásicos de la música vallenata, los otros dos temas son interpretados por el maestro Emiliano Alcides Zuleta Díaz, hace pocos días se estrenaron dos canciones de la autoría de Beto Jamaica en donde canta y toca, un paseo vallenato en dedicatoria a un amigo que cumpleaños titulado ‘Una fecha especial’ y un merengue, ‘Soy parrandero’, próximamente saldrá al mercado un trabajo discográfico en donde Beto participa como director, productor, arreglista, acordeonista y hace voces, un total de 17 canciones vallenatas con contenido poético y literario todas de la autoría del abogado, compositor, guitarrista y cantante tolimense Ángel Asencio, que es una clara muestra de que aún hay músicos que conservan las raíces de esta expresión musical de origen provinciano.
Alberto Jamaica Larrotta «El Pollo Cachaco» demostró y sigue demostrando que su amor y admiración por la música de la tierra de Francisco el Hombre no tiene límites y que sin haber nacido en el Caribe colombiano ha hecho un aporte significativo a la edificación de nuestra música vallenata: un cachacho con alma y corazón costeño.
Atte: *Ramiro Elías Álvarez Mercado*.


En su tierra el homenaje a Náfer Durán, le llegará directo al corazón
Por Juan Rincón Vanegas
@juanrinconv
Hablar con el legendario acordeonero Náfer Santiago Durán Díaz, quien el pasado mes de diciembre sumó 92 años, es algo que eleva el sentimiento al punto más alto, porque su sabiduría musical lo llevó a los máximos estrados del folclor vallenato. Es decir, tener la nota perfecta en el pentagrama de la vida.
Todo lo anterior se resume en el homenaje que recibirá en el 36° Festival Pedazo de Acordeón de El Paso, Cesar, del 24 al 27 de abril, donde el juglar al respecto, anotó. “Me llegan tantos pensamientos sobre esta tierra que amo, al estar presto a recibir este homenaje que me llegará directo al corazón. A El Paso, le he dado mi vida, varias canciones y su nombre sigue resonando en el mundo gracias a la dinastía Durán. Gracias a todos”.
Continuó señalando. ”En mi hoja de vida hay muchos logros comenzando por el Festival de la Leyenda Vallenata, donde me coroné Rey Vallenato en 1976. Una de mis canciones en aire de puya, ‘Déjala vení’, no se deja de interpretar en muchos festivales. Además, mi canción ‘El estanquillo’, sirve de base sonora para la piqueria. También con Alejo fuimos los primeros hermanos en ser Reyes Vallenatos (1968 – 1976). Después vinieron los hermanos Miguel y Elberto ‘El Debe’ López (1972 – 1980)”.
Lleno de emoción por los recuerdos expresó que al ganar el Festival de la Leyenda Vallenata, le sirvió para grabar con Diomedes Díaz, donde se incluyeron tres de sus canciones: ‘Teresita’, ‘La invitación’ y ‘Pobre negro’.
“Eso fue extraordinario en mi carrera musical porque Diomedes demostró que sería grande. Ese artista tenía un talento inigualable para cantar, componer y versear. Cada vez que nos encontrábamos recordábamos aquellos tiempos”, manifestó Náfer Durán.
Fuera de concursos
En el año 1983 Náfer Durán teniendo las ganas de seguir demostrando su grandeza, se presentó nuevamente en el Festival de la Leyenda Vallenata en busca de su segunda corona, recibiendo con sorpresa ser declarado fuera de concurso. En esa ocasión el ganador fue el acordeonero Julio Rojas Buendía y el jurado lo conformaron Gabriel García Márquez, Miguel López Gutiérrez, Leandro Díaz Duarte, Rafael Rivas Posada y Enrique Santos Calderón.
Ante el resultado que no esperaba y que en su momento no entendía, después de su andanada de notas en la tarima en aires de paseo, merengue, son y puya, pudo recibir la explicación por parte del escritor Gabriel García Márquez.
Así contó Náfer Durán. “Gabo se me acercó y me dijo que ser declarado fuera de concurso era no tener contendor. Que yo era el mejor. Esa fue una gran satisfacción. Claro, que por esa designación no recibí dinero, como si lo hizo el Rey Vallenato Julio Rojas”.
Con la nostalgia a todo galope donde algunas lágrimas lo acompañaron, recordó varias de sus canciones emblemáticas que narra el amor fuera de serie que le tiene a su pueblo El Paso, ese que lo vió nacer la mañana del lunes 26 de diciembre de 1932. “En esta tierra he nacido yo, y por ella tengo mi preferencia. La naturaleza aquí se encargó de darle una luz a mi inteligencia. Toda mi infancia aquí la pasé acompañando a mis viejos padres”.
Náfer Durán relató que ha vivido en varios lugares, pero regresa pronto a El Paso. “Estuve viviendo en Valledupar, pero cuando en el año 2020 apareció el Covid-19, me vine para El Paso, porque no aguantaba el encierro en una casa que parecía una caja de fósforo. Acá me sentía libre y podía caminar tranquilo”.
De otra parte, al llegar el Festival Pedazo de Acordeón a su versión 36 se recuerda su creación por parte del acordeonero César Serna Mieles, y los docentes Miguel Antonio Villazón Mizat y Eustorgio Flórez Mojica, quienes abrieron el camino para resaltar al folclor vallenato y al lugar de nacimiento de Alejo Durán. Ese mismo que con su pedazo de acordeón y su estilo auténtico, hizo posible que el vallenato brillará con luz propia.
Total agradecimiento
Cuando los recuerdos se mecían en su memoria hizo una pequeña parada para agradecer a todos los concursantes que estarán presentes en el Festival Pedazo de Acordeón. (Acordeoneros completos, 10; Acordeoneros aficionados, 15; Acordeoneros juveniles, 13; Acordeoneros infantiles, 12; Piqueria mayor, 24; Canción Vallenata Inédita: Paseos, 8; Merengues, 7; Sones, 6; Puyas, 7 y Canciones en homenaje a Náfer Durán, 12).
Esta vez Náfer Durán no se quedó con su nota triste para cantarle a su alma, tampoco en ‘El Estanquillo donde no sabía que le pasaba, y menos escuchando a Jaime Luis Castañeda Campillo, interpretando ‘Déjala vení’ con la que se coronó Rey Vallenato en el 2024.
Estuvo agradecido por los detalles sinceros que le han venido brindando a lo largo de su vida y más ahora cuando desde su tierra amada durante cuatro días, será el eje principal del evento donde su nombre resonará, sus canciones se escucharán y con todo orgullo se dirá en voz alta.
“Las palabras perfectas no existen, pero el agradecimiento no tiene comparación. Náfer Durán, sabe y lo ha demostrado cientos de veces, porque con sus canciones sigue enseñando a ser felices hasta sentirse en los cuatro costados del corazón”.
…Y hasta con versos se puede decir: “Su estilo y su gran maestría, le han dado gloria al folclor, se hace homenaje en honor al gran Náfer Durán Díaz”…”Un homenaje muy grato, pá’ Naferito por siempre, es una gloria viviente de mi folclor vallenato”.






