Tomás Martínez Montenegro: ¡El Curucutiador!

«La cultura es la memoria del pueblo, la conciencia colectiva de la continuidad histórica, el modo de pensar y vivir»: Milan Kundera (escritor, dramaturgo, ensayista y poeta checo)

Por Ramiro Elías Álvarez Mercado

En la vasta y palpitante geografía del Caribe colombiano, donde los vientos arrullan con cantos antiguos y el sol dora las raíces de la tierra, hay almas que no solo habitan el arte: lo respiran, lo encarnan, lo hacen carne viva. Una de esas almas luminosas es la de Tomás Martínez Montenegro: caminante de la palabra y del ritmo, sembrador de memoria, tejedor de identidades.

Escritor apasionado, investigador cultural incansable, compositor de música vallenata y de otros aires del trópico; pero más allá de los títulos, es un hombre que escucha el murmullo del pasado y lo transforma en canto.

Su obra, más que una expresión individual, es un puente de tierra y tiempo, un eco que enlaza generaciones con un hilo invisible pero poderoso: el de la tradición viva.

No fue el azar quien lo bautizó con ese nombre curioso y entrañable: “El Curucutiador”. No lo define un diccionario, sino el alma popular, que reconoce en él a quien husmea entre las raíces, al que curiosea en los pliegues de la historia, al que busca con hambre tierna y terquedad poética lo que otros dejan pasar. «Curucutear», en su universo, es más que mirar: es descubrir, es escarbar en el silencio para encontrar voces. Si le das una palabra, te devuelve un relato; si le das una pausa, te escribe un poema. Tiene el espíritu de un gato curioso y el corazón de un niño que aún no se resigna al olvido.

Nació un domingo, el 8 de marzo de 1981, como si el calendario mismo le hiciera un guiño al arte y a la sensibilidad. Fue en el Hospital Santander Herrera de Pivijay, Magdalena, donde el Caribe colombiano canta bajito en los patios y las madres aún acunan con coplas. Pero su verdadera infancia, la que se escribe con mayúsculas en el alma, transcurrió entre las calles polvorientas del corregimiento de Sabanas, en el municipio de El Piñón. Allí vivió hasta los once años, entre juegos de tierra, cantos de grillos, lluvias dulces y la brisa cómplice que le hablaba al oído.

Fue el primogénito del amor sencillo y profundo de Cira María Montenegro Cantillo y José del Carmen Martínez de la Cruz, campesinos de manos callosas y corazón abierto, sembradores de vida que supieron enseñar, con su ejemplo silencioso, el valor de la tierra, la dignidad del trabajo, el milagro cotidiano del maíz que florece. En ese hogar de afectos humildes y raíces hondas, Tomás aprendió a escuchar el lenguaje secreto del mundo.

Su primer contacto con las letras fue en la escuela Las Vásquez, llamada así por el apellido de sus fundadoras. Allí, entre pupitres sencillos y pizarras de tiza, comenzó su travesía por el abecedario de la vida. Fue también el lugar donde despertó su amor por la lectura, la investigación y los cantos vallenatos que ya vibraban en su sangre gracias a su padre, ferviente seguidor de Los Hermanos Zuleta. Aquella música que brotaba de las casetas y los radiotransistores no era solo melodía: era historia viva, poesía campesina, mapa del alma costeña.

Cursó hasta cuarto de primaria en la Escuela Rural Mixta de Sabanas, donde guarda un recuerdo especial de la profesora Emma Pizarro, maestra de las que dejan huella, a quien aún conserva en su afecto y memoria. Luego, su camino lo llevó de regreso a Pivijay, donde culminó el quinto grado en la Escuela Urbana de Varones No. 1, y más tarde la secundaria en el Colegio Nacional de Bachillerato (hoy Liceo Pivijay), donde no tardó en destacarse por su inteligencia aguda y sensibilidad singular.

Pero Tomás no es solo un académico ni un artista de libreta. Es un curador de lo intangible, un cronista de lo que se siente más que de lo que se dice. A la par de su formación profesional, ha dedicado su vida a escribir, componer, investigar y preservar la cultura costeña, esa herencia mestiza y luminosa que habita en cada esquina del Caribe. Sus raíces campesinas no son un recuerdo, son el faro que guía su palabra. El contacto íntimo con la naturaleza, con la sencillez de la vida rural, con los silencios que también narran, ha sido la savia que nutre sus libros, sus canciones, su mirada.

El vallenato, más que música, ha sido para él una forma de estar en el mundo. Desde niño, esas letras cargadas de historia y envueltas en melodías que saben a campo y a calle le marcaron el alma. De esa pasión nació el compositor que hoy habita en él. Sus canciones no son artificios: son ventanas abiertas al alma popular, reflejos de su gente, de su pueblo, de su infancia. Tienen el perfume del campo y el ritmo del corazón costeño. Son, como él mismo, una mezcla de tierra y cielo, de lágrima y carcajada, de pasado y presente.

Luego se traslada a la ciudad de Bucaramanga para adelantar sus estudios universitarios y se gradúa de Ingeniero Industrial, con Especialización en Gerencia de Proyectos y un MBA en Administración y Gestión de Empresas.

La llegada a la llamada «Ciudad Bonita» lo marcó profundamente porque pudo apreciar el contraste radical entre el Caribe y la región andina. El cambio geográfico, cultural y emocional le provocó tristeza y melancolía y fue precisamente ese duelo con la nostalgia lo que lo impulsó a escribir un libro sobre la cultura costeña. Para Tomás, la cultura no es solo geografía: es identidad, es herencia, es una forma de respirar el mundo.

Es entonces cuando crea la página “Cultura Costeña: palabras, dichos, costumbres y creencias”, un espacio digital de rescate, de memoria, de exaltación de lo nuestro. Su motivación: escudriñar y descifrar esas huellas culturales y paleontológicas del lenguaje y la tradición oral, que están a la vista, en el habla, el imaginario colectivo, la música y las letras. Todo ello nace de su nostalgia, sí, pero también de una voluntad profunda por preservar y dignificar la vida del pueblo.

A esto suma una intención académica: insertar fundamentos historiográficos y lingüísticos al conocimiento popular, para demostrar que la oralidad también posee valor documental y profundidad intelectual. Sostiene que cuando uno vive en un pueblo, está bajo el embrujo macondiano, y eso muchas veces no permite vislumbrar la riqueza que se tiene.

Estas y muchas más razones nos confirman que Tomás Martínez Montenegro seguirá curucutiando, porque su gente se reconoce en sus libros, en sus canciones, en sus publicaciones. Su diálogo constante con lectores y seguidores le ha permitido descubrir la mayéutica socrática: preguntar para que otros encuentren la verdad que yace en su interior. Ese ejercicio se ha convertido en una sinergia del conocimiento, gestado colectivamente, en red, desde el corazón del pueblo.

El Curucutiador aprendió a escudriñar las raíces del alma costeña, nuestra herencia bucólica y rupestre. Y aunque su arte brota de su propia sensibilidad, también es fruto de una herencia literaria: su tío materno Julio Montenegro, compositor, poeta y escritor, y sus primos Rafael Montenegro García, relator costumbrista de corte picaresco, y Nelman Montenegro López, narrador de cuentos e historias populares.

Tomás Martínez nació con el don de contar historias. Las vive, las canta, las transforma en puentes hacia la memoria colectiva. Es un escritor de raíces profundas, un investigador incansable de los saberes ancestrales, un compositor de versos que se hacen vallenato en el corazón de la gente, un creador de contenido que honra lo cotidiano, lo auténtico, lo nuestro. En cada una de sus facetas, es un guardián de la cultura, un tejedor de identidades que, con sensibilidad y amor, le da voz a las tradiciones que habitan en la entraña del Caribe colombiano.

Libros publicados: ‘Homenaje al Pueblo de la Cultura Costeña’ (Tomo 1 y 2).

En proceso: Obra lingüística e histórica con cerca de 300 expresiones raizales del dialecto Costeñol.

Relatos costumbristas e investigaciones destacadas:

  • Durmiendo en la iglesia de Corralviejo.
  • Descifrando la expresión «Apa ‘o’a» de Alejandro Durán.
  • Quedar con los crespos hechos: origen, usos y variantes en la cultura costeña colombiana.
  • Un hombre fuera de tiempo: Nelman Montenegro.
  • El bohemio: Manuel del Cristo Martínez de la Cruz.
  • Un personaje del pueblo: Augusto César Montenegro Ternera.
  • El Saca Muelas’ sonrisa hasta la eternidad, entre muchos más.

Canciones (grabadas e inéditas): Más de 60 composiciones; entre ellas, ‘Soy de pueblo’, ‘Amor de costumbre’, ‘La bendecida’, ‘Noche de tangas’, ‘Vallenato en gaitas’, ‘Navidad en el pueblo’, ‘El mechón’, ‘El machete’, ‘El Paso de Los Durán’, ‘El pueblo es la inspiración’, ‘El sabanero de oro’, ‘La danza del río’, entre otras joyas musicales.

Intérpretes destacados,
cantantes: Daniel Camilo Baquero Romero, Carlos Alvarado Rodríguez, Horacio «El Chacho» Mora, José de la Cruz, Carlos Mario de la Cruz, José Yancy, Elías Figueroa.
Acordeoneros: Eris Puentes, Xavier Kammerer Ramos, José Martín de la Cruz.

Festivales y premios:

  • Festival Río Grande de la Magdalena (2021) – Primer lugar en canción inédita.
  • Festival La Perla del Norte (2022) – Tercer lugar.

Participaciones en El Banco, Valledupar, Pivijay, Urumita, La Loma, entre otros.

Eventos literarios y publicaciones:

  • Antología Internacional «Entre la guerra y la paz» (2022).
  • Antología «Tejiendo memoria» (2021).
  • Feria del Libro “Déjame leer en paz” (2022) – Barrancabermeja.
  • Festival Autóctono III (2025) – Piedecuesta, Santander.

Tomás Martínez Montenegro es más que un nombre en las páginas del folclor, es un eco que vibra entre las palmas y el polvo del camino. Es un farol encendido en la noche del olvido. Es artesano de la palabra y de la nota, cantor de la memoria y del alma, alquimista del pasado y sembrador de futuro.

En su pluma, la cultura se hace río; en su voz, la historia canta; en su corazón, el pueblo encuentra refugio. Él no solo escribe, consagra. No solo compone, honra. No solo investiga, revela.

Escritor de la memoria viva, compositor del alma popular, investigador de los silencios heredados, gestor del espíritu comunitario y creador digital de un archivo emocional que no cabe en bibliotecas.

Tomás es verbo y raíz. Es tambor y verso. Es pueblo, es tierra, es viento, es fuego. Es Caribe que no se olvida.
Es, en definitiva, el Curucutiador eterno, custodio de lo nuestro, sembrador de identidad, cantor de la verdad profunda que solo los que aman su origen logran convertir en poesía.

Atentamente, Ramiro Elías Álvarez Mercado.

Aquella ‘Sombra perdida’ que encontró El Binomio de Oro

Por Juan Rincón Vanegas

@juanrinconv

Cuando el palpitar de la añoranza no se quería marchar del corazón de una adorada mujer, ella optó por dejar constancia que todo se había perdido en aquellas sombras borradas por la luz de la aurora, provocando que el día fuera perfecto.

Entonces para poner en marcha su proclama, la cantautora Rita Fernández Padilla, se sentó en el viejo piano que le regaló por allá a comienzos del siglo pasado su abuela Josefa María Padilla a su mamá María del Socorro Padilla de Fernández, haciendo el ejercicio de tocar sus teclas y, con versos que había escrito en una hoja de cuaderno, comenzar a cantar. Al terminar esa ponencia musical pensó en el título, resumiéndolo en dos palabras: ‘Sombra perdida’.

Ese sentimiento que marcó su vida lo bordó con su talento y tiempo después la canción fue llevado a la pasta sonora por Rafael Orozco e Israel Romero, El Binomio de Oro ‘De Caché’, corte uno del lado A. Ese acontecimiento sucedió el jueves 17 de abril de 1980.

Para ella no fue difícil recorrer en su pensamiento el sordo camino de la ausencia enmarcado en sombras perdidas, donde su amor no tuvo eco, muriéndose irremediablemente debajo de incontables estrellas que se negaron a alumbrar su cielo. “¿Queeeeé fuiste tú para mí? Un grito que se ahogó en la distancia, un sol que murió con la tarde. Un cielo colmado de estrellas en noches veraneras fuiste tú para mí. Tú fuiste el ave de paso, que vino a posar en mi vida. Hoy solo eres sombra perdida, vagando en recuerdos de ayer”.

Recuerdos del corazón

Rita Fernández con esa sonrisa que nunca esconde para no darle oficio a la tristeza, se transportó a aquel recuerdo. “La canción la compuse al inicio del año 1980 y no me demoré en hacerla, tampoco la aplacé para más adelante. Nació en un solo día. Tiempo después me reuní con Rafael Orozco e Israel Romero, y se las interpreté en el piano. Ellos me la hicieron repetir, les encantó y luego me prometieron grabarla. Fueron testigos de este hecho los compositores Gustavo Gutiérrez Cabello, Santander Durán Escalona y Fernando Dangond Castro”.

Estando en ese viaje rápido de la memoria, continuó: “Esa canción en el acordeón de Israel Romero y la voz de Rafael Orozco, calcó todo mi sentimiento y sigue sonando como si fuera ayer. Tengo una cantidad de anécdotas, pero me quedó cuando Rafael la cantó estando yo tocando el piano y me pude transportar al día que la hice. Vea, ya hacen 45 años”.

Cuando hasta el mapa del adiós se había perdido, no se podía dejar suelta la pregunta sobre quién hizo posible el nacimiento de esta bella canción. Ella hizo una exposición de esas que cierran todas las puertas. “Todo comenzó cuando creí en una persona pensando que era sería, transparente y con las mejores intenciones, pero no fue así. Había que cerrar esa puerta con doble candado”.

No quiso decir el nombre del protagonista, pero se le preguntó sí era un médico vallenato. Ante esto, manifestó: “Puede ser, aunque digo que a las cosas se les pierde el encanto cuando tienen tanta revelación, y por eso mis canciones cuando nacen son libres y no las dejo atadas a nada”.

De repente, confesó que el amor poco hizo cuna en su corazón, y la suma de los sentimientos no le daba el mejor resultado. “Para mí el amor fue muy difícil porque siempre prefería mi música y me la pasaba haciendo presentaciones. Entonces, saltaban los celos de los novios, y eso se convertía en un gran inconveniente. Tuve muchos pretendientes porque la música es un gran atractivo y también por mis cualidades. Al ver esos episodios les daba la espalda a esos amores”.

Al explicar ese proceso, añadió su propia conclusión. “Llegó el momento en que me di cuenta que el matrimonio no era para mí. Si estuviera casada, otra fuera la historia, y no hubiera podido llegar a concretar mi pasión por la música que me ha dado tantos honores. Estoy convencida que no todos los seres humanos se realizan de la misma manera. Definitivamente, las canciones son mis hijas y esa es mi gran realización”.

La cantautora nacida en Santa Marta, entrando en el plano de otra clase de amor, señaló: “El único amor que nunca me ha fallado es el de la música vallenata”. Calló un instante, y luego perseveró en su relato: “La música tiene un sentimiento puro, noble, generoso, espontáneo, y eso provocó que creara en 1968 la agrupación femenina ‘Las universitarias’, con la cual me presenté en el Primer Festival Vallenato, interpretando varias canciones de mi autoría”.

Sombra del ayer

Con la canción ‘Sombra perdida’ la cantautora Rita Fernández, supo curar sus heridas, romper su silencio y pensar más de dos veces en volver a cultivar amores. Siguió componiendo, pero de todas maneras esa historia no ha dejado de perseguirla porque se convirtió en un clásico del vallenato, y como lo dijo un fanático, se escucha hasta en Capernaúm. “Prefiero sentir ya tu ausencia saber que no estás en mi vida. Hoy sólo eres sombra perdida, vagando en recuerdos de ayer”.

Aunque en aquella ocasión la felicidad fue de corto vuelo y el corazón no alcanzó la máxima nota del amor, ella sigue sentada en aquel viejo piano donde nacieron bellos cantos, entre ellos el más grande homenaje a Valledupar, la tierra que le abrió sus brazos sin pedirle pasaporte.

Durante la entrevista destacó a las dos ciudades pegadas a su corazón, Santa Marta y Valledupar, a su padre Antonio María Fernández Daza, quien le marcó el camino de la música y al reconocimiento que le hicieran en el Festival de la Leyenda Vallenata del año 2019.

En la agradable charla matizada con sonrisas nunca guardó silencio, igual que aquella vez cuando el médico de la historia no quiso formularle la medicina para el mal del corazón, y ella con la magia de su inspiración en pocas horas supo convertirlo en sombra perdida.

Javier Díaz Daza: Un compositor con alma sentimental

«La música es el reflejo de los sentimientos de quien la compone»: Wolfgang Amadeus Mozart (compositor austriaco).

Por Ramiro Elías Álvarez Mercado

Cada obra musical tiene detrás una historia, ya sean vivencias personales o ajenas, arte o sucesos, siempre hay algo que permite ligar una canción a un contexto determinado. Los autores utilizan la música como medio de expresión en razón a que con ella pueden transmitir sentimientos universales que son recibidos por los oyentes. En el vallenato, existen compositores cuya obra refleja profundamente sus emociones, como es el caso de Javier Díaz Daza.

Nacido en el municipio de El Molino, un martes 27 de abril de 1965, en el sur del departamento de La Guajira, al noreste de Colombia, Javier es hijo de Néstor Pedro Díaz Morales y Ruby Esther Daza Zubiría. Según cuentan, llegó a este mundo en una casita de barro y palma: humilde, pero con mucho calor humano. Nació en una familia de molineros dedicados a las tareas del campo y la agricultura, con una marcada influencia de la música de bandas, guitarras y acordeones. Esta vena musical fue heredada de su padre, un destacado intérprete del tiple y la guitarra, así como de otros parientes como Juan Díaz (clarinetista), Benedito Díaz (cantante), Francisco «Chico» Díaz (cantante y compositor) y Tadeo Morales (acordeonista), entre otros.

A los pocos meses de nacido, su abuela materna, Marcelina Daza, lo llevó junto a su madre a la población de Manaure, conocida como «El Balcón del Cesar», un pueblo muy hermoso, rodeado de paisajes naturales y riqueza agropecuaria. Allí vivió hasta los cinco años, para luego trasladarse a Valledupar donde el pequeño Javier comenzó a tener contacto directo con la música vallenata. En la «Capital Mundial del Vallenato» ya se escuchaban en su esplendor las canciones de los juglares: Alejandro Durán, Calixto Ochoa, Abel Antonio Villa, Nicolás «Colacho» Mendoza, Alfredo Gutiérrez, Juancho Polo, entre otras estrellas de este firmamento musical.

A medida que crecía y empezaba a presenciar parrandas y festivales, trepado en el árbol de mango de la mítica plaza Alfonso López en Valledupar, su oído se fue agudizando. Prestaba cada vez más atención a las interpretaciones de esos maestros que convergían en ese tipo de escenarios naturales. Las melodías que salían de los acordeones, guitarras, cajas y guacharacas eran un deleite para este inquieto muchacho que desde ese momento soñó con crear canciones para alegrar no solo su vida, sino también la de los demás.

Durante su infancia y adolescencia, además de Manaure y Valledupar, Díaz Daza vivió en otros lugares como San Juan del Cesar y Maicao. Finalmente, a los 15 años, regresó a El Molino para conocer a su padre y hermanos. Para entonces, ya tenía un cuaderno lleno de versos que más tarde se convirtieron en sus primeras canciones. Aprendió a tocar la guitarra lo que complementó su inclinación musical. Este instrumento se convirtió en su compañero de viaje, amigo y confidente. Es su extensión, su voz, su alma. Unidos por cuerdas y sentimientos, la guitarra y él crean una sinfonía de emociones.

Entre la Sierra y el Valle de los Santos Reyes nacieron sus primeras canciones, que le cantaban a sus primeras conquistas amorosas y a la naturaleza, de una manera profundamente sentimental.

El hecho de haber vivido en diferentes lugares enriqueció su influencia musical, pues la exposición a diversos ambientes, estilos de vida y culturas fue fundamental en su obra. Nació y creció rodeado de la música y la cultura vallenata, y esa fue la chispa que encendió su pasión por la composición. Su inspiración proviene de la vida cotidiana, de las historias y leyendas de su región, de las mujeres y la naturaleza que rodean su entorno.

En el vasto universo de la música vallenata, donde sobresalen grandes maestros de la composición, Javier ha sido un gran admirador de muchos de ellos, especialmente de Leandro Díaz, Octavio Daza y Hernando Marín. Como compositor, ha sabido recoger las raíces de esta expresión musical para darles una nueva vida a través de sus propias creaciones. Fusionó su propia voz con la influencia de sus maestros, especialmente en los temas de corte romántico y sentimental.

No todos los caminos hacia la música estuvieron llenos de aplausos desde el primer intento. Para Díaz, componer canciones era más que un sueño: era su forma de entender el mundo. Desde niño, llenaba cuadernos con letras, y en su mente brotaban melodías y acordes que acompañaban sus emociones más sinceras. Pero convertir esas ideas en canciones grabadas por artistas reconocidos fue una batalla cuesta arriba.

Durante mucho tiempo, tocó puertas que no se abrían, envió canciones sin recibir respuesta e incluso fue ignorado en reuniones donde apenas lograban escuchar el primer verso. Sin embargo, estaba convencido de que había algo especial en sus letras y en el mensaje que transmitía a través de ellas. Creía en su música; incluso, cuando parecía que nadie más lo hacía.

El cambio llegó poco a poco, cuando la agrupación conformada por Marcial Luna y Gustavo Camelo, conmovidos por una de sus canciones, decidieron llevarlo a un estudio de grabación con un tema titulado «No digan nada». Aunque no fue un éxito masivo, sí fue el comienzo. Ese pequeño y significativo paso le dio visibilidad y, lo más importante: credibilidad. De ahí en adelante, otros artistas comenzaron a interesarse por su estilo sentimental, honesto y emotivo, caracterizado por su capacidad para evocar emociones con letras y melodías contadas en un lenguaje poético y musical que es a la vez sencillo y profundo. Su sello personal se distingue por ser melancólico, y sus melodías son fáciles de recordar y cantar.

Javier tiene un corazón que late al ritmo del vallenato, y un alma que se desborda de sentimientos. Es un compositor que teje historias de amor y desamor con hilos de melodías y poesías, en donde la pasión y el sentimiento se desbordan en cada nota, en cada acorde, en cada verso.

Como muchos compositores vallenatos, los festivales ha sido un escenario propicio para dar a conocer sus canciones, donde la música se convierte en un espectáculo de emociones y sentires. Festivales como los que se realizan en Valledupar, El Molino, San Juan del Cesar, Maicao, Barrancas, Villanueva y hasta Bogotá sirvieron de plataforma para que él, al igual que otros autores, pudiera mostrar sus obras musicales y darlas a conocer al público.

Díaz ha sido un músico que siempre ha sabido combinar su amor por la música con una sólida formación académica. Logró equilibrar su creatividad con la responsabilidad profesional, y se graduó como Administrador de Empresas, Especialista en Estrategias de Campañas Políticas, docente universitario, Especialista en Marketing, con varios años de experiencia en el sector público y comercial.

Después que le grabaron su primera canción, otros artistas de la música vallenata comenzaron a interesarse por sus composiciones. Temas como: «Ayúdame a olvidarte», «Himno al amor», «Un compromiso contigo», «Por poquito», «Esa noche», «Cómo lloran los hombres», «Aventurera», «Tu mejor amante», «Una mujer como tú», «En el sur me quedo», «Señor de los sueños», «A que te conquisto», «Te quedó grande el amor», entre muchas otras, hacen parte de casi un centenar de canciones que se escuchan en las voces de Alberto «Beto» Zabaleta, Marcos Díaz, Luis «El Pade» Vence, Jeiman López, Éric Escobar, Alberto «Tico» Mercado, Reinaldo «El Papi» Díaz, Janner Moreno, Nibaldo Villarreal, Los Hermanos Lora (Juan Carlos y Eduardo) e incluso del internacional cantautor y músico dominicano Wilfredo Vargas.

Hoy en día, Javier Díaz Daza, además de componer e integrar la agrupación «24 Quilates» junto a sus colegas Jeiman Casicote y Álvaro Pérez, también se dedica a otra faceta importante en la música: la de productor.

Y puede decir con entusiasmo que ha cumplido su sueño de siempre: ser compositor de música vallenata. Ha logrado algo muy importante: que sus canciones vivan en las voces de otros. Cada grabación, cada interpretación de sus temas es una prueba de que la perseverancia tiene eco. Y aunque sigue enfrentando desafíos sabe que su camino musical va en la dirección correcta. Porque, a veces, el talento necesita tiempo pero cuando se combina con pasos firmes y constancia siempre encuentra una forma de ser escuchado.

Este administrador de empresas, músico por pasión y convicción, ha encontrado su refugio en la tranquilidad de su familia, al lado de su esposa Arleth Patricia Mejía Anaya y sus hijos, Luisa Fernanda y Moisés David, en Maicao, La Guajira. Un pueblo que lo acogió como un hijo más. Porque para Javier Díaz Daza, la música es su predilección; la familia su inspiración y este lugar que escogió como su hogar, su refugio.

Atentamente,
Ramiro Elías Álvarez Mercado

Clara Elena Zuluaga Ramírez, Cantautora, sembradora de esperanza a través de la música

Nacida el 17 de julio de 1952 en El Peñol, departamento de Antioquia, Clara Elena Zuluaga Ramírez es una cantautora, compositora e intérprete colombiana que ha dedicado su vida a transformar corazones a través del arte musical, combinando su sensibilidad espiritual con una profunda vocación social y educativa.

Hija de José María Zuluaga y María Jesús Ramírez, desde muy temprana edad mostró una inclinación natural por la música y la poesía. Durante sus inicios como docente, compartía versos, coplas y canciones con colegas y estudiantes, descubriendo así el poder de la palabra y la melodía como vehículos de conexión humana. Su primer bambuco, titulado “Mi Terruño”, fue la semilla de una carrera artística llena de propósito.

A lo largo de los años, ha interpretado e integrado ritmos como pasillos, bambucos, baladas, cumbias, zambas, porros y música latinoamericana, desarrollando su talento de manera empírica con instrumentos como la guitarra, el tiple, la flauta, el piano y el charango. Aunque no tuvo acceso a una formación académica formal continua, su experiencia y sensibilidad han sido escuela suficiente para forjar una propuesta auténtica y conmovedora.

Una de sus composiciones más impactantes es “La Morenita”, inspirada en la Virgen de Guadalupe tras un viaje espiritual a México. Esta canción marcó un punto clave en su vida artística, al descubrir con certeza que su don para componer era un regalo de Dios. La figura mariana se convirtió en su guía, inspiración y símbolo de entrega, amor y fe.

Clara Elena se inspira en el dolor del mundo actual para llevar un mensaje de paz, alegría, perdón y sanación, rescatando los valores éticos y espirituales perdidos en medio del caos moderno. Desde esa misión nace su proyecto “Salvando vidas a través de la música”, una iniciativa que ha recorrido escenarios religiosos, comunales, culturales y redes sociales, buscando impactar al joven, al adulto y al adulto mayor, usando el arte como herramienta de transformación.

Para ella, el arte musical es esencial en los tiempos modernos, pues libera, refresca el alma y actúa como catalizador de enfermedades emocionales y físicas. Apoya procesos de sanación a través de la musicoterapia, útil para manejar el estrés, la ansiedad y la depresión, males comunes que afectan silenciosamente a millones. Clara insiste en que el arte puede ser medicina para el alma cuando nace desde el corazón.

También hace un llamado urgente a formar a las nuevas generaciones en el buen uso de la tecnología, sin perder la esencia intelectual y humanística, pilar necesario para construir un mundo más sensible, con raíces en la música, la cultura y la fe.

Reflexión final

“La mayor satisfacción en este recorrido musical es poder decir que todas estas experiencias vividas tienen una razón de ser: buscar el camino de la santidad en acciones sencillas.
Es un camino hacia el encuentro con Jesucristo, donde se puede vivir con alegría, aun en medio de las adversidades que son el pan de cada día.
Dios ha hecho en mí esta elección: ser testigo de su amor para anunciar el Reino de Dios, llevando un mensaje de amor y paz.
Como decía la Madre Teresa de Calcuta:
‘Si cada uno llevara la paz en el corazón, este mundo sería un paraíso’.
Todo para la gloria de Dios.
Porque es en el diario vivir y en lo que hagas con tus carismas y talentos, donde Dios se manifiesta al hombre para mostrarle su amor y su misericordia.”
(Romanos 15, 13 y siguientes)

Clara Elena Zuluaga Ramírez es más que una cantautora: es una mujer de fe, una artista del alma y una voz de consuelo en tiempos que claman por esperanza.

Redacción: Lcda. Belinda Olano Barrera

Los invitamos a disfrutar las canciones de Clara Elena Zuluaga Ramírez en su canal de Youtube:

https://youtube.com/playlistlist=PLwggN10w0BEhnquTlUrdg29fDc05Nx1WW&si=O0rh5dMEPCHQ4ZUW

Javier Enrique Payares Castro: El canto humilde de Lorica – Biografía Artística

Javier Enrique Payares Castro nació el 25 de febrero de 1964 en Lorica, Córdoba. Aunque su incursión en la composición llegó a una edad poco convencional, su talento y sensibilidad brotaron con fuerza a los 45 años, cuando escribió su primera canción titulada El Humilde, grabada en octubre del año 2021. Inspirado por sus raíces, su gente y la sencillez que lo caracteriza, Javier ha venido construyendo una obra musical cargada de autenticidad.

Su debut como intérprete llegó con Aquí estoy yo, una canción de su propia autoría que refleja su identidad artística y su determinación de dejar huella en el folclor. A la fecha, cuenta con 22 canciones grabadas, algunas de ellas interpretadas por reconocidos artistas como Carlos Correa, Pedro Bravo, Roberto Brun, Jhonni Pacheco «El Canario» Alvaro El Barbaro, quienes han sabido transmitir la esencia de sus letras.

Aunque no ejecuta ningún instrumento musical, su pluma ha sido suficiente para enriquecer el repertorio vallenato. Su mayor referente es el maestro Farid Ortiz, a quien admira profundamente por su estilo y entrega al folclor.

Con la firme convicción de seguir componiendo, Javier Enrique Payares Castro continúa su camino con humildad y pasión. Su mensaje para los cantantes y compositores es claro y esperanzador: “Sigan haciendo cosas lindas que embellezcan nuestro folclor”.